El día que echaron a
Mariano Rajoy de la presidencia entré en un bar. La gente sonreía y parecía de
buen humor. Como tiendo al mimetismo, yo también sonreía. También estaba de
buen humor. Mi sonrisa, al igual que la
de los demás, era bobalicona y mi buen humor parecía rescatado con premura del
botiquín de las sonrisas. Sonreíamos todos, pues, llenos de esperanza. Mariano
Rajoy, al fin, se había descalabrado en la sima de la corrupción que fintaba
desde hacía años y un nuevo presidente tomaba las riendas de nuestros destinos.
Pasó el fin de semana y llegó otro lunes. Se empezaron a filtrar nombres de
nuevos ministros. Los politólogos habituales practicaban la videncia habitual y
hacían quinielas. Los periódicos publicaban nombres y tenían preparados los
currículums de los agraciados. Y entonces, surge la sorpresa que produce la
unanimidad. Todos, al conocer la lista completa, decían lo mismo: un gran
gobierno. La lista es irreprochable y éste gobierno, nacido para la
interinidad, está diseñado para conseguir grandes logros. Eso decían. El
optimismo, obvio es decirlo, alcanzaba
cotas olvidadas. Sin embargo yo, que soy optimista por naturaleza, no veía, y
sigo sin ver, motivo alguno para el jolgorio. Es más, tuve en ese momento la
impresión, y la sigo teniendo ahora, de que el nuevo Gobierno era más de lo
mismo y muchísimo de lo de siempre. Un gobierno trampantojo. Parece una cosa,
pero en realidad es otra. Un Gobierno que hace guiños por doquier, y que
incluso habiendo nacido atado de pies y manos, promete hacer un Houdini y
liberarse para después prometer dedicarse con ahínco al farragoso placer de los
milagros y multiplicar los panes y los peces. Sin embargo, ellos (los del
Gobierno), no prometen nada. Son los columnistas y los editores los encargados
de hacer el trabajo sucio. Tanto que, llevados de la bondad habitual que
profesan, nos indican en editoriales y artículos de toda laya todas las
bondades que este Gobierno va a realizar para nosotros. Eso sí, los de siempre
se quedan al margen. Los de siempre están ocupados ponderando y alabando hasta
la saciedad las lágrimas de Mariano Rajoy. Los más perversos lo comparan con
Boabdil, y no contentos con ello acuden a la rueda de prensa en la que el gran
felón de España se ofrece para lo que haga falta y a quién haga falta. Toda
España ríe. Este rico desgraciado que es Aznar, amargado y con cara de chupa
limones, preocupa a muchos. De tal manera, que entre los que no saben si está
de permiso del psiquiátrico y los que sospechan de la ingesta abusiva de
drogas, el felón concita la sonrisa displicente de todos. Sin embargo, el batallón habitual de
gladiadores de la prensa, ese mismo que vaticina malos tiempos para la lírica,
encuentran en el gobierno nombrado una gran oportunidad. Llevados de esta
paradoja, ungidos de prosopopeya y abusando de adjetivo, califican de
“brillante” la composición del nuevo gobierno. Sin embargo, pese a mi optimismo
recalcitrante, a mí me sigue pareciendo un gobierno trampantojo. Un gobierno diseñado para la apariencia, y
para para practicar aquello de lo que más gustan los políticos españoles: el engaño,
o sea, el trampantojo. La pista a seguir para llegar a tal conclusión es obvia,
¿qué pinta un fiscal de reconocidas ideas conservadoras en un gobierno de
izquierdas? Me lo podéis explicar. ¿Cuál es su función, hacer un giño a los del
PP y mandarles el mensaje de tranquilos que no va a pasar nada o va a pasar lo
menos posible? ¿O acaso han nombrado al fiscal éste por sus conocimientos
lingüísticos y por afirmar que el gallego es un dialecto? No sé, pero si
creíais que la democracia de calidad a la española ya estaba suficientemente
representada con el esperpéntico Valle de los Caídos y con la surrealista
cuneta en la que todavía reposan los restos de García Lorca, ahora han
ascendido a ministro a un fiscal ignorante y encima en colisión permanente con
los Derechos Humanos. Eso sí, por la gracia de Pedro.
Ante lo cual, sic
gloria transit mundi.
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