Encuentra las 7 diferencias
Doy por sentado que no
me vais a creer, pero a mi plin— tanto me da que me da lo mismo—, pero a mí no
me gustan los programas de graciosos. Es más, soporto más bien poco las
conocidas como revistas gráficas de humor y, aunque leí los tebeos justos para
saber quién es Mortadelo, quién Filemón y quién Rompetechos, nunca gozaron en
mí de gran predilección. Yo fui, soy e imagino que seré más de leer cosas
serias. Trascendentes, diría incluso. Más de El Jabato, de El Capitán Trueno y Hazañas Bélicas. Y digo todo lo anterior,
porque todo tiene su razón: no me gusta que me den la risa hecha. Para qué si no me hace ilusión.
Aclaro, también, que
tampoco es justificación alguna; sí acaso prevención. Porque la verdad es que no sé si lo que voy a decir a
continuación es cierto, es mentira o es como el gato de Schrödinger, que ni
para aquí ni para allá, ni chicha ni limoná. Y no lo sé, y redundo, porque como
ya he dicho vivo alejado de ese mundo paralelo que es el mundo televisivo del
humor y ajeno a las gracietas que los bufones del momento sirven de alimento.
Así que, teniendo en
cuenta tamaños y abundantes antecedentes como los expuestos, en el día de hoy,
me voy a permitir el lujo de practicar yo el
noble arte de la gracieta in cúbito supino, y voy a contaros algo en
exclusiva rigurosamente mundial.
Voy a contaros una historia de Venezuela, una
que no he escuchado en los últimos dos meses, una que está a la vista de todos
y una en la que al parecer nadie ha reparado: voy a revelar la verdadera
identidad de Guaidó. Ese tipo que, supuestamente es venezolano, ingeniero y
mandamás de un partido que, ¡con dos cojones!, se llama Voluntad Popular. Con V
de Berdad. Y todo así. Es la costumbre.
El que dice llamarse
Juan Gerardo Antonio Guaidó Márquez—y olé— en realidad es José Fernando Ortega
Mohedano (repiquen los clarines). A qué sí. Tararí. Ilustre descendiente, rama
putativa, de José Ortega y de su madre Rocío Jurado conocida también
como “la más grande” entre los dados
a la exageración. Fernando, renombrado en Juan, tiene una hermana que se llama Gloria
Camila y un tío con tonada propia que atiende por el nombre de Amador, Amador.
Pues bien, al parecer este chico cansado de sus presuntos problemas con las
sustancias decidió cambiar de vida y emigrar lejos de su familia de acogida en
busca de soles más tropicales o en busca de mulatas que le hicieran un buen
centrifugado. Nunca se sabe. Y el caso es que se fue, que no volvió, y que se
buscó un padre nuevo que avalara sus iniciativas. Yéndose, por el camino—forma
como otra cualquiera de irse cuando uno está holgado—, hojeó una hoja
parroquial y encontró un anuncio que
decía: Mamalón americano busca títere sin
cabeza. Ambos sexos. Razón aquí.
Se puso en contacto, como es natural, pues encajaba a la perfección en el
perfil, y le dieron una cita. Después de pasar las pertinentes pruebas de
aptitud que la CIA tiene reservadas para casos obtusos y poco claros, obtuvo—del verbo obtuvar—
el puesto. Su reclutador tan satisfecho como escueto remitió informe: “Es obediente y lamedor”. Don Trump, de
los Trump de Nueva York, un barrio de por allí, quedó encantado y expectante
ante la futura algarabía. Para celebrarlo puso morritos y contento partió de
odaliscas con el Winchester presto al gatillazo. Al muchacho lo aleccionaron
convenientemente para títere, le hicieron practicar el español, versión latina,
y cuando supo la tabla del 7 lo consideraron apto para misión tan arriesgada. Y
allí está, deshojando la margarita. Aunque, pese a todos los consejos
recibidos, el muchacho no sabe muy bien que actitud tomar con el que va a ser
su pueblo. Hay días que se despierta—otros al parecer no— deseando montarse un
dúo a lo Pimpinela con el castrón que atiende por el nombre de Maduro y
orneando a voz en cuello el famoso tema “Váyase,
señor Maduro”, y otros días, más vocativos éstos, en los que escucha a
Wagner y quiere invadir Venezuela pensando que está en Polonia el muy
faldero. Y ahí andamos, escuchando el
canto de estas calandrias, que allí siempre hace la caló.
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