De mis tiempos de
rebelde sin causa, guardo un grato recuerdo de cuando quise ser Atracador.
Como los estudios para
acceder al oficio no estaban reglados, y no quedaba más remedio que hacerse
autodidacta, decidí prepararme concienzudamente. Quería ser el primero que
elevara el rango, hacer del oficio profesión y elevar la a minúscula propia del
oficio a A mayúscula de todas las
profesiones.
Para remachar el
empaque y resaltar mi figura pinturera, fui a una imprenta y encargué unas
tarjetas de visita bien lucidas. Después, intenté dejarme patillas, pero como
sólo tenía doce años la cosa no pasó de intento.
No obstante, decidí empezar
por el principio. Fue así como me hice becario de mis atracos, por aquello de
ir cogiendo técnica, y cuando elegí el primer sitio en el que perpetrar mi
primer asalto lo hice a la vuelta de la esquina de mi casa por falta de dinero
para coger el bus e irme a atracar por esos mundos de dios.
La Lechería, más
conocida como la tienda de Clarisa, fue el objetivo elegido. Había allí, además
de leche y de periódicos, un gran expositor que llamaba mi atención. Contenía,
por lo menos y sin exagerar, medio ciento de Tigretones y un par de docenas de
Bollycaos.
Estudié el terreno y
los horarios de Clarisa minuciosamente, y después de emplear en el tema medio
curso y cuando ya había llenado una libreta con los apuntes, me decidí y fui a
la mercería de Merceditas. Compré unas medias, concretamente unos pantys. Al llegar a casa, sin embargo, me di cuenta
de que, una de dos, o me las había dado talla enana o de que yo era un
auténtico cabezón.
Regresé, las descambié
y las probé para asegurarme que eran de la talla correcta. Merceditas, mientras
tanto, parecía que había masticado un tripi por la cara que ponía mirándome. Me
quedaban como un guante, y como soy un presumido de no te menees, las compré. Aunque
la talla, no sé yo. Ver lo que se dice ver, no veía un burro a tres pasos, pero
como me quedaban tan bien, pues… no se hable más.
Clarisa comía a las
tres. A las dos cuando estaba en Canarias. Ese fue el momento elegido. Detrás
del mostrador no había nadie. Decidido, entré raudo y tropezando más de la
cuenta. Cuando salí, resbalé y tropecientos Tigretones y un par de Bollycaos
adornaron la acera. Rápidamente saqué la media que me ahogaba, recogí lo que
pude y puse pies en polvorosa
Conclusión: lo había
hecho mal. Añadí otro Insuficiente a la colección. Tenía que mejorar en técnica,
¡eso era indudable!, y además hacerme algún tipo de publicidad si quería llegar
a algo en el complicado mundo de los atracos.
Además, con las prisas,
me había olvidado de dejar una de mis tarjetas de visita y tampoco era plan.
Para qué las había hecho pues si no. Porque, atracador, sí, a mucha honra, pero
que se note mi exquisita educación. Fue por eso, por lo que reincidí.
Volví al lugar de
autos, o sea, a La Lechería de Clarisa, y cuando tenía el regazo ocupado de
Tigretones y echaba mano a los Bollycaos, entró un hombre vestido con mono y me
preguntó qué hacía. Quedé mudo y la cara se me puso roja de la vergüenza. Me
habían pillado in fraganti. Fue entonces cuando aquel tipo me soltó un sopapo
de aúpa y los Tigretones aterrizaron en
el suelo. Alarmada por el alboroto, salió Clarisa de su cubículo. Vio la escena
y dedujo, a la perfección, lo que había sucedido. Aquel hombre, vestido de
mono, aunque tampoco le hacía falta resaltar lo obvio, le informó: este niño estaba robando. Clarisa viendo
que tenía una mejilla más colorada de lo normal le contestó: ¿y usted le pegó? Sí, le di un bofetón, para
que aprenda. Clarisa me miró, y viendo que no lloraba ni cosa parecida,
ocupado como estaba calibrando la posibilidad de salir indemne de la coz en los
huevos que le iba a soltar al del mono vestido de sí mismo, se apresuró y se
puso en el medio. Me acarició la cabeza, cariñosa como era, y le dijo a aquél
individuo: ¿Y usted qué quería? Una barra
de pan. Pues, aquí no hay pan para usted, váyase antes de que llame a la
policía o de que llame a mí marido que es peor. El hombre, si hombre era,
que a veces tengo dudas al recordarlo, se marchó atónito, indignado y
murmurando por lo bajo.
Como podéis comprender,
mi carrera de Atracador finalizó antes de empezar. Eso sí, a Clarisa le regalé
agradecido y como recuerdo una aquellas tarjetas que me había hecho. Ella,
quizá complacida por el detalle, me obsequió con un par de Tigretones mientras
que ojeaba la tarjeta que decía tal que así:
Entre dos pistolas, con
mayúsculas y en el medio, mi nombre y mi profesión.
LUIS
GERMÁN
Atracador
Nota: Un beso, Clarisa, donde quiera que estés.
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