"CHULO, MARIQUITA, MARQUÉS".



Aún casi no había entrado cuando empezó la cantinela habitual:
“Esto está muy mal, ¿quién le hice a usted semejante chapuza?”.
Opté por guardar un piadoso silencio. El hombre que hablaba se agachó, y después de mostrarme la inquietante pelusilla que adornaba la raja de su culo, pareció acordarse de algo.
“Tengo que ir al coche a coger unas cosas”.
Fue el principio del sube y baja. Aproveché y volví a mirar la tarjeta encontrada en el buzón. Federico García. Fontanero económico. Y aficionado al ejercicio, añadí para mis adentros. Porque de otra manera, no se entiende. Subir y bajar cuatro pisos sin ascensor, ahora a por una llave, después por una arandela y más tarde para tomar un piscolabis, deducción que hice por los efluvios que emitía el susodicho después de su última excursión, debía querer decir, sin asomo de duda alguna, que aquel tipo era un hombre económico que había cambiado la cuota de gimnasio por el ejercicio de  escalera.
Cuando  aquella pelusilla, la que adornaba lo más alto de la raja de su culo, alcanzó cotas hipnóticas, decidí ocuparme de las tareas propias de mi sexo y me fui a la cocina a ver qué se contaban las lentejas que tenía en el fuego.
Al rato, una voz de cazalla llamó mi atención:
“Ya está, como nuevo”.
Cuando estuve otra vez a su lado, contento con sus habilidades, tiró de la cadena lleno de orgullo y satisfacción.
“Ahora sí que funciona bien”- dijo mostrándome unos hierros oxidados, y una bola. “La cisterna está arreglada”. Muy bien, contesté escueto ante el momento crítico. ¿Y qué le debo? Sacó una libreta de facturas, sin membrete alguno, escribió furioso y rápido media biblia, añadió el iva con desparpajo supino debajo de extraños conceptos. “100 euritos, redondeando y por ser para usted. ¿Me cobra el iva?, pregunté atónito. “Por supuesto, hay que ser legales” ¿Y por qué no sella la factura y pone su dni? El lampista económico me miró como si estuviera ante un nublado. “Hombre, tampoco hay que exagerar, ¿no?” Lo volví a mirar con más detenimiento. Era más bien bajo, con brazos peludos y lucía un tatuaje carcelario en la mano. Me armé de valor, eché la mano al bolsillo de atrás del pantalón y saqué dos billetes de50 €. Por cierto, los últimos que me quedaban. Lo volví a mirar y vi que sus ojos brillaban como los del tío Gilito ante la visión del parné. Los conté. Uno y dos. El lampista alargó la mano. Uno para ti, dije entregándole uno de los billetes, y el otro para mí. ¿Cómo?, preguntó desabrido. Comiendo, macho- contesté chulísimo y sacándome las gafas de presbicia-. Si no estás contento llamamos a Montoro y lo discutimos.
Después de eso, le abrí la puerta y le hice un gesto inequívoco para que se largara preparado para cualquier posible contingencia. El lampista me miró, se agachó para recoger su caja de herramientas y ofrecerme una última visión de la pelusilla de sus reales, y rosmando por lo bajo se marchó mirándome como si yo fuera un delincuente peligroso.
Creo, aunque no lo puedo asegurar, que cuando llegó al primer descansillo dijo algo de mí madre por lo bajini. Y claro, me acordé de aquello que siempre me decía ella cuando se enfadaba conmigo y que a mí tanto me gustaba:
“Chulo, mariquita, marqués”.
Y es que,  todavía quedan días.


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