Era un consumado
espadachín, sus cabriolas dignas del mejor de los saltimbanquis y con el arco
no tenía rival. Era Robin Hood, un forajido. Defensor de pobres y oprimidos,
que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, y al que perseguían con saña
sus archienemigos el sheriff de Nottingham y el príncipe Juan sin Tierra. Era
un héroe. Los niños de mi época lo adorábamos, y cuando jugábamos en el bosque
todos queríamos ser Robin, el más
valiente, el más intrépido, el guerrero con luchaba con destreza y con cabeza.
Lo malo es que después
no hicimos mayores y aprendimos que la realidad
casi siempre supera a la ficción, que los auténticos forajidos son
electos por el pueblo liso y soberano, que viven en casoplones y no
precisamente en el bosque.
Fue cuando nos dimos
cuenta de que los valores que
representaba aquel forajido conocido por Robin de los Bosques sólo eran un
espejismo que distorsionaba la realidad y que el mundo seguía funcionando del
revés. En todo caso, peor que en la ficción.
Desde el poder
establecido, usando para sus objetivos los medios de comunicación y el fabuloso
mundo de la cultura como vehículo de dramatización, nos hacían— hacen y harán—saber
que ellos son los encargados del reparto de la riqueza entre la población. Nos
aseguran que el Estado vela por nosotros, que nos protege y que por tanto esa
arcaica figura que representaba Robin Hood no es necesaria en el mundo actual.
Ellos son los buenos— el Estado—, los que combaten a los malos y los que velan
por los intereses de los más desfavorecidos.
¡Ojalá fuera así. Lo
malo es que esta película hiperrealista que nos venden es pura ficción, y no es así en absoluto. Más bien al
contrario.
Nuestros dirigentes,
sino todos al menos una gran mayoría, cuando dicen o prometen una cosa, suelen
hacer lo contrario. Atentan contra nuestra integridad y nos desatienden. Según ellos, y siempre por causa mayor,
eligen ayudar a la banca, a los oligopolios encubiertos y a toda suerte de futuros empleadores (suyos), que a nosotros, a la
población, por la que deberían velar y en todo caso por los que los pusieron ahí
y sustentan con sus votos. Pero, siendo esto malo, lo peor no eso. Lo más grave
de todo el asunto es que hacen todo eso estando nosotros informados de sus
tejemanejes y con el consentimiento de muchos. Y así, vemos a gobernantes votados por su
pueblo, saltarse a la torera los derechos humanos, mientras cínicamente argumentan
que hacen lo que hacen por nuestro bien, por nuestra protección y para que haya
orden.
Son los actuales Juan
sin Tierra; esos que usan a los serviles sheriff de Nottingham, que en este mundo siempre hubo,
en defensa de no sabe muy bien qué, y en todo caso, siempre a favor de unos
pocos. No sólo amparan robos, cambalaches y apaños sino que encima son
culpables de homicidio por denegación de auxilio, por falta de amparo o por no
ayudar al necesitado.
Para mayor cachondeo,
esta gente que se cree principal y que por lo general son miserables hasta el delirio, ni son consumados arqueros, ni espadachines,
ni arqueros. Son, ahí es nada, electos por el pueblo, que para demostrar al
mundo lo ufanos que están por ostentar tales honores exhiben ante todos su
condición de vulgares forajidos, mientras que la canalla que les votó— otro
nombre no tiene esa ralea— ríen y aplauden las desgracias que causan.
Quizá os estéis
preguntando, ¿a quien se está refiriendo? Pues, me estoy
refiriendo al horror de ver a esa capitana de barco a la que detuvieron en un
puerto italiano. Me estoy refiriendo a los nuevos fascistas, a los estalinistas
caducos y trasnochados, al integrismo de los Juanes sin Tierra de ahora mismo que utilizan a los sheriffs de Nottinghan de turno atentando contra el
principio más elemental de humanidad. Hablaba de esa escoria y de la gente que los vota.
Hablo del horror.
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