GRUPO SALVAJE.

Cada vez que vuelvo a la aldea a mi cabeza acuden recuerdos de la infancia, de la adolescencia y de la juventud divertida que tuve.
El otro día en concreto me acordé de un chaval muy Riquín, uno de los hijos del Asturiano, que siempre decía: “En este pueblo lo que hace falta es poner una fábrica, una fábrica de sentido común”. Y es que a nosotros, que éramos unos rojeras y la mayoría seguidores del Barça, todo lo que allí sucedía nos parecía un milagro. Surrealismo a troche y moche. Riquín lo sabía bien. Él en sí mismo era un personaje o al menos así me lo parecía a mí. Porque Riquín era marino mercante, concretamente radio telegrafista, y claro fue el primer radio telegrafista. La cosa marca estilo. Más si tenemos en cuenta que Riquín jugaba al fútbol de puta madre, había andado por el mundo y como era un tío simpatiquísimo, dicharachero como el que más, siempre estaba contando “batallitas” de sus viajes. ¡Cojonudas!
En una ocasión trajo un boomerang, fuimos a una “leira” a probar el artilugio y después de dos horas tirándolo para aquí y para allá llegamos a la conclusión de que el artefacto debía venir averiado porque no fuimos capaces de hacer que volviera a nuestras manos. Claro, soltó su frase. La anteriormente escrita y se quedó tan ancho. ¡Qué le den por el culo a Di Stefano! Y, a otra cosa, mariposa. Volvíamos para el pueblo y por el camino nos encontramos a su hermano mayor, Luis. ¿Cómo describir a Luis sin caer en la exageración? Complicado. Luis, igual que Riquín era rubio, de ojos claros y era fuerte como un toro. Tenía un cuerpo cincelado, los músculos marcados y además era el delantero centro del Porteño. Siempre la primera opción. Al fútbol era bastante paquete pero tenía una gran ventaja: daba unas hostias sensacionales. Para que os hagáis una idea, un día vino a Coruña un boxeador muy afamado, Dun Dun Pacheco, y casualmente lo encontré por los vinos. ¿Dónde si no? Había venido a hacer de sparring de Pacheco. Lo acompañé al Palacio de los Deportes, hicieron tres asaltos y casi lo descoyunta. ¡Menuda paliza! Para celebrarlo fuimos a darnos una ducha interior de “tazas”, el segundo deporte en predilección de Luis y al que dedicaba  horas de entrenamiento intensivo. Luis también tenía otra cualidad muy apreciada por todos nosotros. Hablaba bajito, muy bajito. Cuando lo veías en una fiesta te empezaba a contar historias justo al lado del amplificador por donde salía la música de la orquesta. Y allí entre así fue como se conocieron papá y mamá y Libre como el viento yo soy libre, te contaba una historia de la cual sólo eras capaz de escuchar, y para eso con suerte, las tres primeras palabras. Las historias eran cojonudas, seguro. Pero… cosas que pasan. Eso sí,  siempre venía alguien y te rescataba del soponcio que supone la sordera. Y ese alguien, a menudo, era Juan de Camelle, un hermano para mí, un tío que cuando estuve en un internado, venía y me rescataba: Soy su tío Juan, le decía al diácono encargado del rebaño descarriado, y el casi cura, que se hacía muy bien el loco, me dejaba marchar. ¡Fenomenal, fiesta! Porque con Juan de Camelle pasé horas divertidísimas. Lo conocí cuando yo tenía trece años, él tendría veinte, andaba en un land rover vendiendo ventanas de aluminio por las obras y me dejaba conducir el artefacto móvil. Tomábamos muchas “tazas” e íbamos a todas las fiestas de la comarca. Teníamos carnés de festeiro homologado, según él, y lo usábamos sin desmayo. Su hermano pequeño, Necho, era otro de la cuadrilla. No paraba. El mundo era una enorme fiesta. Con ellos el cachondeo estaba garantizado. Con ellos, con Juan Cibrán, otro que tal, con El Moto, otro que estaba casado pero hacía vida de soltero y que conducía mejor que Fernando Alonso, y algunos más, Chindolo, Yeny, Ricardo… pasé mi adolescencia y parte de mi juventud.
No sé si fue la mejor ni la más adecuada, pero de lo que estoy convencido es que si finalmente alguien hubieran puesto una fábrica de sentido común en el pueblo, ninguno de nosotros estaría capacitado para trabajar allí.
Para eso ya tenemos a Mariano Rajoy, Director de fábrica de Sentido Común. No lo hubiéramos admitido nunca en la pandilla.

¡Jamás!

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