Es sabido que cuando
una cosa se repite hasta la saciedad, algo siempre queda. Aunque los hechos
demuestren claramente lo contrario. Aunque sea mentira. Siempre habrá gente que
piense: “cuando el río suena, agua lleva”.
Y por mucho que le expliques que no es verdad, (incluso, aunque lo demuestres),
siempre creerán lo mil veces repetido. Y es que, el español es un pueblo
exagerado, creativo y botarate como pocos. Capaz de lo mejor, de lo peor y de
lo contrario de lo contrario. Habituado a creer en mentiras, a propalarlas como
si de un dogma de fe se tratara y a
hacer el memo. Es nuestra idiosincrasia. Y aunque es verdad que en todos los
lados cuecen habas, según el español, nuestras habas son insuperables. Son las
mejores habas del mundo. El español, dicen, también es chillón, maleducado y,
por supuesto, siempre tiene la razón. Tan es
así, que no hay español que se precie que en su interior no lleve un
Seleccionador Nacional de Fútbol, un Teólogo, un Abogado o un Médico. Las
cuatro cosas, por lo menos, van de serie en un español medio. Conste que los hay
con más aplicaciones. El español lo sabe todo, lo entiende todo y lo confunde
todo. El español es caótico en los horarios, deja todo para última hora y es
amigo de la siesta. Y sin embargo, y pese a todo, el español vive en un país
con una economía pujante. Pero como por ahí afuera nos tienen envidia no nos
dejan estar ni en el G-20 (ya saben ese grupo de países que presumen de ser lo
más de lo más en cuestiones de parné).
Para compensarnos del infortunio nuestras autoridades locales nos
cuentan historias y nos cantan milongas. El español, ávido de historias, es
amante de la lectura, de ir al cine, y
de leer el periódico los domingos. El español es culto. Rama: o sea. Gusta de
milongas y, al igual que todo el mundo, tiene una tendencia natural a creer en
las historias que le repiten hasta la saciedad. Siempre en la misma dirección.
Por tierra, mar y aire. O lo que es lo
mismo. A través de cientos de libros, de
miles de periódicos y de decenas de películas. A través de montañas de
programas de televisión y de los líderes de opinión más relevantes. La
Transición, nos dicen, no se hizo bien. Se hizo súper bien. Lo dicen hasta la saciedad. Hasta saturación. Tanto que
incluso intentaron exportar el argumento a otros países. Señoras y señores,
coman mierda. Un millón de moscas no se pueden equivocar. Y es que La
Transición puso fin a 40 años de dictadura y favoreció la reconciliación de los
españoles. Pasamos de la dictadura a la democracia, se legalizaron los
partidos que vivían en el exilio y se
favoreció (desde el Estado) al PSOE como gran partido de la futura oposición en
detrimento del que había sido la oposición más visible hasta ese momento (el
P.C). De forma descarada, con el dinero del amigo americano y a través de los
alemanes. Pero, esa es otra historia. La Transición, también fue posible gracias al acuerdo alcanzado entre los
presentes en aquellos momentos. Los derrotados en la guerra civil, sus hijos o
sus herederos políticos tuvieron que refrendar (en favor del cacareado bien
común) el acuerdo, y los ganadores (generosamente) fueron exonerados de sufrir
purga alguna. Ni la policía, ni los magistrados, ni empresario alguno fue
llamado al orden o apartado de su función. Nadie fue juzgado y todos siguieron
impunes en sus puestos hasta el fin de sus días. Pese a todo, políticos,
comunicadores y el mundo en general, está de acuerdo en que La Transición fue
un éxito. Un éxito conseguido entre todos. Y puede ser verdad. Al menos, si atendemos al viejo
argumento de que “El fin justifica los
medios” La Transición fue un éxito. Lo malo, conviene recordarlo, es que
ese argumento tiene un claro trasfondo fascista. El problema es que ese final
feliz se consiguió, otra vez, a costa de los mismos. De los derrotados, de los
humillados, de los que le costó Dios y ayuda superar tanta obscenidad.
Ahora, después de 40
años de dictadura, y después de otros 40 desde La Transición, vemos que lo de
La Transición fue una milonga muy bien montada. Un cuento chino, o si lo
prefieren, otro cuento del prolífico cuentista que fue Calleja. Porque, a La Transición, esa tarea inacabada, le queda
mucho desarrollo todavía. La Transición tiene fallas en el argumento. La
Transición tiene fallos en el desarrollo y La Transición está a medio camino
del final. Es tiempo ya de que los vencedores habituales, los reconvertidos a
la fe de la nueva democracia, acepten,
por el bien de todos (igual que antes hicieron los otros), las nuevas normas
que demanda el ciudadano y concluir la tarea de La Transición de una dichosa
vez. Harían bien, por la búsqueda de la concordia y por el bien común, en
aceptar lo obvio. Estaría bien que los adictos que todavía quedan poseídos por
el espíritu del zombi del abuelo Paco, el exagerado general, Caudillo por la
gracia de Dios, aceptaran la realidad, pasaran página y avanzaran pantalla en
este juego democrático que tenemos entre manos. Al fin y al cabo, sólo se les
pide lo mismo que se les pidió antes a los otros. A los vencidos, a los
humillados, a los arrinconados. Se les pide que dejen de dar la murga. Si
aceptan, a lo mejor, dentro de otros 40 años, y con un poco de suerte, podamos dar por finalizada de verdad
La Transición. Será ese momento, el día que llegue, que llegará, en el que
alguien podrá escribir un libreto que ponga en valor esa ópera nacional
titulada La Transición. Mientras tanto, el español tendrá que conformarse con
el género chico, y seguir soportando este cambalache en el que los herederos de
Franco son los protagonistas en esta zarzuela conocida por todo el mundo como
La Transición.