El valle del abuelo.


   Todo el mundo que escuchó la frase pensó lo mismo. Sin embargo, todo el mundo se equivocó.
   Cuenta la leyenda que hubo un día en que un hombre ocioso levantó el brazo y señalando un lugar en lontananza exclamó presumido: “En aquel valle está enterrado mi abuelo”.
   El pueblo, mísero y esclavo del faraón (supusieron los bienaventurados) contuvo la respiración. Los devotos del sistema que lo escuchaban, que tropel eran, asintieron con la cabeza,  palmearon la espalda del dicente y ponderaron debidamente la memoria del ilustre ciudadano que  aun llevando  siglos muerto tantas obras había dejado. El país lucía calles y estatuas ecuestres que engalanaban su memoria; las placas conmemorativas cantaban sus proezas hasta la extenuación y una legión de adictos vivía entregada a su recuerdo.
   Un poco más abajo, casi a tiro de piedra, otro monumento más antiguo, magnífico y abigarrado albergaba otro osario. También muy venerado. En él, reyes y reinas del pasado estaban enterrados. La memoria histórica rendía rendibú  y pleitesía a aquellos muertos de tanta alcurnia y tan baja estofa. Aun así, el hombre que había dicho  aquello de “En aquel valle está enterrado mi abuelo”, despreciaba todo anterior y posterior porque sí. No abjuraba, ni por un momento, de la memoria de su abuelo. Siempre lo tenía presente. Había sido grande, gobernado sobre millones de personas e impuesto su santa voluntad a todo un país. Bajo su égida, contaba la leyenda, los ciudadanos habían alcanzado paz, habían tenido pan y habían saciado su hambre de justicia. Por lo menos, así lo veía él. Él y millones de acólitos que comulgaban con sus ideas.
   En este estado anómalo de las cosas, a quién le podía extrañar, por tanto, que todo el mundo se confundiera al escuchar aquella frase y que no fueran precisamente pocos los que levantaran la voz para decir: “Hay que ver lo ignorantes que son los egipcios. Mira que tener un valle entero dedicado a enterrar a sus faraones y otro para sus reinas… ¡Qué dispendio!”
   Era el pueblo domeñado el que hablaba.
   3.000 años después no se entendía que aquella gente esclava y mísera consintiera tanto dispendio y tropelía en honor de vulgares sátrapas.
   Estos egipcios no son gente de buena ley, pensaban. No son bien dados. Confunden los términos y venden miserias por grandezas.
   Lo malo de esta historia es que no ocurrió hace 3.000 años. Es peor. Está ocurriendo hoy. Y el que señala con el brazo y muestra un lugar en lontananza no es el nieto de Ramses II. Es  el nieto de un caudillo que una vez hubo en España. Sí, el mismo al que en Cortes cambiaron la prevalencia de los apellidos para mayor gloria del general exageradísimo que fue su abuelo. Uno que bien podría llamarse Francis; uno que nacido hombre mula pudiera ser. Él y toda la cohorte de esdrújulos que hacen de palmeros son los que señalan con el dedo.

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