LA BUENA SUERTE.

Llevaba siete años haciendo la misma rutina y aquel día amaneció por el este como todos los días, para no contrariar.
Se levantó, desayunó y después se duchó. Se vistió despacio porque tenía prisa y salió de casa. Agarró el autobús que salía siempre puntual a las siete y veinte de la madrugada, se metió un chicle de frambuesa en la boca y levantó la vista en la cuarta parada, porque allí era donde siempre subía aquella mujer morena que tanto le llamaba la atención. Por una vez sus miradas se cruzaron. Ella esbozó un amago de sonrisa tímida al verlo que alegró su corazón. Era la primera vez en todo aquel tiempo que tal prodigio sucedía. Se levantó una parada antes de donde se apeaba siempre, se puso a la altura de la chica y le sonrió pese a que ella, ajena al mundo,  parecía ocupada en algo. Se apeó feliz, y ahuecando la boca, tomó impulso y escupió el chicle. ¡Bingo! Era la primera vez que la goma de mascar entraba en la papelera. Aquel día no había tenido que agacharse a recoger lo escupido. Se puso de mejor humor aún. Todo le salía bien, sentía a la suerte de su lado. La chica le había mirado y el chicle había entrado a la primera. Cedió a la tentación, se acercó a un establecimiento que nunca pisaba y compró lotería pensando: hoy toca, hoy es mi día de suerte. Con el billete calentando sus sueños empezó a cruzar la calle camino de la oficina.
Había dormido mal. Se había levantado, como todos los días, a las seis y veinte de la mañana. Después de unas someras abluciones desayunó, y con prisas se despidió de su mujer. Salió con la mala suerte de pisar un enorme “pestillón” que su mastín Robespierre había abandonado a su suerte justo al lado del coche. Blasfemó y se acordó de los ancestros del can. Limpió la suela que rebosaba mierda gelatinosa contra el césped y el zapato pareció quedar limpio como una patena. Se acordó: pisar mierda trae suerte. ¡Bien! Si eso es así hoy voy a tener mucha, mucha suerte. Tengo que acordarme de comprar lotería. Hoy va a ser un gran día. Y la canción que cantaba Serrat sonó en el ambiente. Plantéatelo así. Se subió al coche y arrancó sumido en el mejor de sus sueños.
Cuando estaba en el medio y medio de la calle oyó como un claxon sonaba desesperado. Se giró y vio a un coche que se acercaba a gran velocidad. El semáforo estaba en verde para peatones. El auto avanzaba desbocado, fuera de control. Quedó paralizado, gritó. El impacto fue brutal. Voló por los aires y al caer golpeó la cabeza contra el bordillo de la acera. El conductor bajó atropelladamente llevándose los brazos a la cabeza y chillando: me he quedado sin frenos, ME HE QUEDADO SIN FRENOS.
El peatón quedó desposeído de su condición de tal, y los dedos de su mano derecha cerraban tal cual garfios un décimo de lotería.
Al menos así lo reflejó el forense ilustrado que realizó la autopsia.





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