DUYO, la ciudad sumergida.



“Por una playa de blancura deslumbradora avanzamos hacia el cabo, meta de nuestro viaje. En aquella playa se alzaba en otro tiempo una ciudad comercial inmensa, la más orgullosa de España. En la bahía, hoy desierta, resonaban entonces millares y millares de voces, cuando las naves y el comercio de toda la tierra se concentraban en Duyo”.
Así describe George Borrow, “Jorgito el inglés”, autor de La Biblia de España, y viajero decimonónico la ciudad de Duyo (Duio) cuando llegó a esta zona gallega en su diario.
Dicen otras fuentes que, “Donde antaño hubo palacios hoy sólo hay un mar bravío. Duyo, capital de los ártabros (uno de los pueblos indígenas asentados en la Gallaecia del siglo III a. C.) y lugar de paso de las naves que cubrían la ruta del ámbar y del estaño entre Galicia y las islas británicas, cuyo emporio fue cegado por las aguas porque desde la noche de los tiempos se rendía culto, no a un gallo como en Antioquía (otra ciudad asolada), sino a un enorme cáliz, posiblemente reminiscencias del Santo Grial”.
También existe otra versión más nacional-católica de la leyenda:
Cuenta la leyenda que cuando el Apóstol Santiago desembarcó en este lugar, Dios como castigo a la indiferencia ante la llegada del santo de sus habitantes hundió bajo las aguas del Océano Atlántico la mítica ciudad de Duyo, quedando únicamente como muestra de su existencia dos rocas con forma de buey que permanecen como evidencia del castigo divino.
La primera persona que me contó esta historia fue mi madre. Ella creía a pies juntillas en la existencia de la ciudad de Duyo y siempre desbordaba entusiasmo al hablar de sus maravillas.
Lo que sí es cierto es que en Duyo se han encontrado infinidad de restos arqueológicos que indicarían que ahí pudo haber estado Dugium, la gran ciudad de los antiguos pobladores celtas, los nerios.
Aunque también hay quien sostiene que ahí hubo un pretor romano pagano al que al que los discípulos pidieron permiso para poder enterrar los restos del apóstol.
Sea como fuere, lo que sí es cierto, es que para mí, en virtud de descendiente de los nerios, Duyo existe. Y que, si así no fuere, me acojo a las dos palabras mágicas que transmitimos los gallegos desde los albores de los tiempos y que también podrían servir en este caso para acotar la historia:
Carallo, depende.


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