Hasta el gabinete de la
doctora Franklin llegó una pareja. Se trataba del matrimonio Cuesta- de las
Perdices, Álvaro y María José. La doctora ni siquiera tuvo que realizar una
anamnesis previa porque Álvaro hablaba por los codos. Le explicaba a la
especialista su caso con todo tipo de detalles: verá, doctora, la cuestión es
bien sencilla y a la vez preocupante. Estamos al borde de la ruptura. Nuestra
pareja no funciona, y no funciona por culpa de ella, de María José.
-
¿De qué se queja en concreto, Álvaro.
-
Me quejo, doctora, de que María José ya no es
la que era. Antes siempre tenía un sí en la boca, ahora todo es no. No, no y
no. Siempre así. Todas las noches así, y así no hay manera. Esto no hay quien
lo resista.
Mientras tanto María José
estaba callada mirando para sus medias.
-
El caso es que nosotros tenemos algunas
costumbres propias. Cosas sin importancia, pero cosas que a mí me hacían muy
feliz.
-
Dígame una, por favor.
-
Pues, por ejemplo, y le hablo de la más
importante para mí. Mi mujer no quiere cenar, ¿se lo puede creer? Se niega a
cenar.
La doctora Franklin miró
para María José, y preguntó.
-
¿Estás a régimen, María José?
No pudo contestar, Álvaro se
adelantó.
-
No cena nunca, doctora, y no está a régimen.
No cena y a mí me fastidia.
-
De acuerdo, Álvaro, pero dime, ¿por qué te
fastidia tanto que María José no quiera cenar?
-
Le explico. Nosotros teníamos una costumbre:
cenar en la cama. Subíamos un plato de algo y en los entreactos del amor
aprovechábamos y le dábamos un poco al diente. Era muy divertido, lo echo
muchísimo de menos. El amor sin una buena ración de sandía no es lo mismo. ¡Ay,
lo echo tanto de menos!
La doctora reflexionó. El caso
se presentaba crudo y de difícil resolución, pero la doctora Franklin tenía muy
buena fama y además era inasequible al desaliento. Había ganado su prestigio a
pulso en aquellos años de praxis clínica dedicados a solventar problemas de
pareja.
Decidió seguir el
procedimiento estándar, aquél que tantos y tan buenos resultados le reportaba a
menudo.
-
Dime, María José, ¿qué pasó para que te
niegues a cenar o siquiera a comer un plato de sandía con Álvaro, con tú
pareja?
-
La verdad es que me da un poco de “cosa”
decirlo. No quiero molestarlo.
-
Hazlo, exhortó la doctora, verás como
encuentras consuelo en el deshago, y eso me facilitará la búsqueda de una
solución.
-
El caso es que a mí también me gusta cenar en
la cama, pero…
-
Habla…por favor.
-
El caso es que Álvaro es un cerdo. Hace
cerdadas con la comida. La restriega por la cara, por sus partes, y a mí…
sinceramente... hay cosas que no me gustan. Y no crea que soy una mojigata o
algo así, pero lo reconozco: soy un poco escrupulosa. Alguna de las cosas que
hace me dan asco, y como me produce nauseas verlo hacer esas cosas, prefiero no
cenar en la cama. Eso es todo.
-
De acuerdo, dijo la doctora con cara de satisfacción,
asunto resuelto.
-
¿Así de fácil? Preguntó Álvaro, ¿y cuál es la
solución?
-
Muy sencilla, don Álvaro, muy sencilla. Tiene
que prometerle a su pareja, a María José, que a partir de esta noche va a
comportarse de forma civilizada con la comida, y que la confianza desmedida la
va a reservar para momentos más íntimos. ¿Podrá hacer esto?
-
Por supuesto, afirmó con rotundidad Álvaro,
faltaría más. ¡Por mí que no quede!
-
Y tú, María José, ¿podrás volver a comer
satisfactoriamente y a gusto con Álvaro?
-
Si es así, tal y como él dice, sí.
Naturalmente que sí. ¡Faltaría más!
La doctora Franklin tenía
una gran reputación y como es natural sus servicios estaban muy demandados.
Siempre resolvía los conflictos, y para casos desesperados contaba con una bola
de vidente que ofrecía muy buenos resultados pese a ser de segunda mano. Además
también leía los posos del café.
No cabe ninguna duda. Otro éxito más para la
doctora Franklin, una mujer preparada a la par que dúctil.
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