Lo de que la tontería no conoce fronteras debe ser
cierto. Si no fuera así no veríamos las cosas que vemos. Y no sólo en la política.
También en la vida cotidiana, ¿y hay algo más cotidiano que una fiesta?
En España somos tan
aficionados a la fiesta que incluso tenemos una a la que algunos llaman fiesta nacional. Los toros. Es una
fiesta que se remonta a la Edad Media y que ha evolucionado del neandertal al
cromañón sin perder su esencia.
En ella un torero, al que
también llaman matador en vez de asesino de animales, acaba apiolando a un
animal, llamado toro, ante el regocijo del público asistente. Si lo hace sin
despeinarse el flequillo y si lo tortura de forma florida y chulesco el ademán,
el delirio del aficionado puede llegar al paroxismo, y una vez exaltado exclama
a voz en grito que la cosa es arte a
quien lo quiera oír.
El asesino de toros
goza de reputación de macho porque marca paquete, gana un potosí y da una
vuelta al ruedo con los huevos descansando en el cogote de algún mamarracho
fuertote.
El delirio se acompaña
de clarines, pañuelos y mantillas. Es la fiesta nacional. Algo tan sofisticado
es difícil de entender si no eres español, o sea de por ahí. Algo así habla a
las claras de nuestro carácter cainita, cobarde y cómplice con estos
mamarrachos llamados toreros que existen gracias al fervor popular en algunos
sitios, mientras que en otros lo hacen merced a las subvenciones.
Hay otras variantes del
cutrerío:
Los Sanfermines, los toros embolados, el toro
de la Vega, el toro júbilo (toro embolado), toros enmaronados… La lista
aunque finita es infinitamente aberrante.
En España se celebran,
al parecer, más de dieciséis mil fiestas populares en las que se maltrata a
animales de diferente laya y condición. Sin duda las más conocidas y aberrantes
son las de los toros, pero eso no óbice para la diversificación. Porque desde
los campanarios de España se arrojan cabras y gallinas como forma de diversión
en vez de obispos o políticos como forma de comprobación de la calidad del
cemento armado de sus caras.
Resulta curiosa, cuando
menos, nuestra forma de celebrar. Somos tan librepensadores y abusamos tanto
del albedrío que si no probamos fehacientemente la Ley de la Gravedad de Newton
dieciséis mil veces al año no estamos contentos.
Y digo yo, ¿por qué en
el Congreso de los Diputados no ponemos una espadaña y arrojamos verracos? Y ya
puestos, ¿por qué no ponemos pirañas en la piscina del Senado?
Total, qué más da. ¡Fiestaaaaa!
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