Tengo 60 años
(02-03-1958) y yo no voté la Constitución.
En aquellos tiempos
alcanzabas la mayoría de edad a los 21, así que no pude votar hasta tres meses
después de ser aprobada la Carta Magna.
¿Pero, sabéis una cosa? Si hubiera podido votar no lo habría hecho. Me habría
quedado en casa. No me gusta participar en milongas ajenas, y la Constitución,
pongan como se pongan, de milonga no pasa. ¿O acaso no os parece una milonga lo
que allí se redactó? Porque, si no os lo parece, no hay nada más de que hablar.
Sólo espero que seáis conscientes de que una de dos: o tenéis unas tragaderas
que para qué o sois tontos, pero tontos de cojones, y para mayor abundamiento
os habéis creído el cuento de la buena pipa que es la Constitución. Ese manual
de despropósitos consensuado entre amenazas. Un totum revolutum que discrimina
a la mujer al permitir, por ejemplo, la prevalencia de varón sobre hembra en la
jefatura del Estado. ¡Manda carallo! Un sindiós territorial que, 40 años
después, amenaza con enfangar la convivencia y fue el anticipo todo tipo de
tensiones territoriales. Y, no es quepa la menor duda, si ahondáramos en ese despropósito
llamado Constitución encontraríamos muchísimos más motivos para llevarnos las manos a la cabeza.
Nunca la basura leguleya había alcanzado
tales cotas de cinismo. Nunca los políticos estuvieron tan encantados de
conocerse, y nunca las promesas y las supuestas buenas intenciones se
convirtieron tan rápido en simples y llanas mentiras. Eso es la Constitución.
Una pura mentira que sólo podría servir para limpiarse el culo en caso de
extrema urgencia. Así que, por mí, como si os metéis por ahí, por el culo, a
vuestra puñetera Constitución. Y, por favor, si eres político, padre de la
patria o redactor necesario de semejante engendro, métela del través.
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