En
septiembre del año pasado terminé de escribir la novela que estaba perpetrando.
Alambique, 28. Creo que cometí todos los errores
que un novelista nobel puede cometer. Si tuviera que ser sincero, que tampoco
veo la necesidad, también añadiría que el resultado no fue el previsto. Quería
escribir algo muy bueno y el resultado se me antoja cuando menos irregular,
deslavazado y torpón. Cosas que pasan. Seguiré intentándolo. Me lo tengo
prometido. Sólo espero dar alguna vez con la tecla. Encontrar un argumento,
planificarlo, ejecutarlo y hacer lo posible para que contenido, continente y
tempo aúnen fuerzas y consigan un resultado óptimo. Mientras tanto, y quedando
a la espera, hoy “cuelgo” un capítulo de Alambique,
28.
Capítulo XXV
La rutina de los
paquetes no se interrumpió. Dos al mes. Sin faltar. Uno el día quince y otro el
uno. Todos los meses. Por lo visto, su primo, debía pensar que en la cárcel
necesitaba una cantidad extraordinaria de calzoncillos, porque a tenor por lo
recibido tal avalancha le parecía singular. Entre eso, calcetines y latas de
comida, Oliver estaba bien surtido. Incluso se había convertido en el proveedor
de otros reclusos con su misma talla para dar salida a tanta ropa interior como
recibía.
Las charlas con Helena
habían ejercido un efecto balsámico sobre él. Revivió. Pasó de ser un vegetal a
integrarse otra vez en el mundo de los seres vivos.
- ¿Tomas drogas? Preguntó Helena.
- Nada. Estoy limpio.
- Veo que estás asignado al taller de
manualidades. ¿Qué hacéis ahí exactamente?
- Fundamentalmente perder el tiempo. Yo
en concreto hago vasijas de cerámica que supuestamente “alguien” vende después.
No sé. La verdad es que todo es bastante porquería. No creo que a nadie le
pueda interesar lo más mínimo las cosas que hacemos aquí. No sé. Fíjate cómo
será la cosa que hay uno, uno que llaman El Bujías, que hace cuadros esmaltados
de la última cena, y… no sé si has visto alguno, ¿lo has visto, sabes de lo que
te hablo? Son un horror.
- Sé quién es El Bujías, pero no, no he
visto “su” obra.
- Pura mierda carcelaria.
- No hables así, por favor.
- Disculpa, Helena - Y la miró de forma
muy significativa.
Ella se hizo la
disimulada, y fingió estar entretenida con sus notas.
- Por cierto, ¿has pensado en
matricularte en algo? Se abrió el plazo ayer, aquí se hace con quince días de
adelanto, es el momento de hacerlo. Te puede salir gratis. En tú mano está.
- No sé, no sé. ¿Sabes una cosa?- Y sin
darle tiempo a contestar continuó - Le he escrito a mi primo Faustino. La
primera vez en veinte años. Veinte años, Dios mío, veinte. Llevo encerrado casi
tantos años como los que tenía cuando entré aquí. ¡Veinte, qué barbaridad!
Bueno… lo que te decía. Hace un par de semanas que le escribí y no me ha
contestado aún.
- Quizá siga enfadado contigo.
- ¿Conmigo? Sí, puede ser. Aunque no
creo. Lo conozco. Había pensado en otra cosa.
- ¿En qué?
- Helena, veinte años. Llevo todo ese
tiempo sin saber nada de él. Sí, me envía dos paquetes todos los meses. Sí, mi
peculio siempre tiene fondos, lo gasto, y se repone como por arte de magia. Y
si además, parece que está empeñado en comprar calzoncillos para todos los
presos que usen la talla L, ¿crees que está enfadado ¿Y no será, y no es
posible que simplemente se haya cambiado de domicilio?
- ¿Y el remite de los paquetes que dice?
- En el remite de los paquetes sólo pone
FAUSTINO Abelenda, Oleiros, La Coruña. Nada más. Y mi primo no vivía en
Oleiros, vivía en el mismo centro de la ciudad, cerca de mi casa. Lo más
probable es que se halla casado, cambiado de domicilio y todo ese rollo.
- Espera, lo apunto. Faustino Abelenda.
Miraré en internet a ver qué encuentro. ¿Te parece bien
- Muchas gracias, Helena - Y la volvió a
mirar de aquella forma especial. Ella volvió a concentrarse en los papeles que
tenía delante.
- ¿Oye, y eso de Internet exactamente
qué es?
La compañera más
querida y de más trato para Helena en el Centro Penitenciario era Carmen, la
farmacéutica. Tendría, más o menos, la misma edad que ella. Y, al igual que
ella, apenas llevaba unos meses trabajando allí. Para las dos era su primer
destino. Las dos compartían espíritu emprendedor, y ganas de arreglar ciertos
desaguisados que se habían encontrado. Carmen se había impuesto racionalizar
las compras en medicamentos. Empezaban a salir principios activos genéricos al
mercado, y ella había tenido que asumir, pese a su bisoñez, el área de compras.
Nadie quería hacerse cargo de aquella tarea que hasta aquellos momentos
realizaba un ATS del Centro, pero ni el enfermero era el más adecuado ni el
criterio seguido parecía el más conveniente a la hora de comprar ciertos suministros.
Eso por no hablar de lo que parecía que pasaba allí. En eso no se metía. Si
había algún tipo de responsabilidad derivada no sería ella quien pidiera
explicaciones. No era su función. Ella era una simple funcionaria. Había ganado
su plaza en unas oposiciones absolutamente transparentes, y no estaba
dispuesta, bajo ningún concepto, a meterse donde nadie la había llamado.
Carmen escuchaba hablar
a Helena, reconocía los síntomas y callaba. Pero era consciente de que allí
estaba pasando algo. Lo intuía. ¿Intuición femenina? Puede ser, quien sabe,
pero estaba segura que no se equivocaba. Helena parecía tener un interés,
digamos que especial, en aquel preso en concreto. En Oliver, Y Carmen dudaba
que aquel comportamiento condujera a su incipiente amiga a algún sitio positivo
para ella, pero…
Miró en internet una
vez. No encontró nada. Llegó a recorrer cientos de páginas en busca de algo.
Noticias relacionadas, listado telefónico, direcciones todo aquello, y más, que se le iba
ocurriendo. No encontró nada. Faustino Abelenda parecía no existir. Su huella
se había borrado de la faz de la tierra. No aparecía en ningún registro. No
tenía deudas, no tenía ningún tipo de reclamación que hubiera aparecido en el
BOE. Nada. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra, y sin
embargo… Oliver recibía dos paquetes al mes. Enviados siempre desde la misma
estafeta de correos. Remite: Oleiros. Nada más.
Oleiros, localidad
próxima a La Ciudad, y municipio plagado de playas, montes y pinares. Parecía
ser el lugar residencial ideal para que una familia viviera apaciblemente y
criara a sus hijos.
- No encuentro nada de tú primo. Lo
siento.
- Pues en algún lado tiene que vivir -
Dijo Oliver un tanto malhumorado.
- ¿Te pasa algo?
- No, ¿qué me iba a pasar?
- No sé, te veo un poco raro.
- Bah, no es nada. Esta noche no he
dormido bien. Eso es todo.
- Vale, de acuerdo. Como quieras.
- Bueno, el caso es que si me pasa algo,
Helena.
Se lo quedó mirando.
- ¿Quieres que te diga lo que me pasa?
Silencio.
- Ahora tengo que dejar ésta evaluación.
El Bujías debe estar esperando.
- De acuerdo, como quieras.
Unos días más tarde
tuvieron otra sesión.
- ¿Cómo estás?
- Bien, pero tengo que decirte algo.
Silencio otra vez.
- Por favor, deja que te lo diga.
Helena alzó sus ojos
ansiosos que rebotaron frontalmente en la mirada de Oliver.
- Te quiero, lo siento. Tenía que
decírtelo - Oliver se declaró con un hilo de voz.
- No digas eso. Te ruego que no lo
vuelvas a hacer, ¿vale? El trabajo ya casi está finalizado, y había pensado que
en Economato hay una plaza libre, y que quizá allí estarías más a gusto. ¿Qué
te parece? Seguiré tratando de encontrar a tú primo. Pero, no sé… parece como
si se lo hubiera tragado la tierra. ¿Sabes de alguien que te pueda dar alguna indicación?
- Quizá en Cereixo alguien sepa algo,
pero… tendría que ir allí, y estos días no tengo libre.
- Qué te parece si busco en la guía
telefónica el número de teléfono del médico o de la farmacia de allí, y
pregunto.
- En Cereixo mismo ni hay médico ni hay
farmacia. Todo está en el pueblo de al lado, en Puente del Puerto. Cereixo no
es más que una aldea, una parroquia. El médico del Puente es mi tío Vicente.
Tampoco sé nada de él desde hace años. Que yo sepa jamás se ha interesado por
mí.
Querido primo:
Faustino, por favor, no
sé si lees esto, pero si lo haces ponte en contacto conmigo. Te lo reitero,
disculpa. Fui un auténtico imbécil. Para variar, ya sabes, pero ahora veo las
cosas con claridad. Prácticamente nada de lo sucedido en el pasado estuvo bien.
No fui un buen hijo, tampoco un gran hermano, y no quisiera por nada del mundo,
que después del tiempo que ha pasado, perderte para siempre. Sólo la idea de
que tal cosa pueda ocurrir me acojona. Lo siento. Siento haberme comportado
como un capullo. Créelo, Faustino. Lo siento de verdad.
Acuérdate de Alambique,
28. ¿Lo has olvidado? Nos hicimos un juramento, y si mal no recuerdo nunca
renegamos del mismo.
Apelo a Alambique, 28.
Lo hago porque para mí el acuerdo sigue estando en vigor y lo estará hasta el
día que me muera. Te echo mucho de menos. Muchos besos, primo.
Pd. Te escribo un
extracto de nuestro acuerdo. Sólo para tú memoria. Abrazos.
(Transcripción
literal).
ALAMBIQUE, 28.
Yo tenía ocho años, lo
recuerdo bien. Tú… ¿quince? Creo que sí. Estábamos pasando las vacaciones de
verano en la casa de Cereixo. Pese a haber habitaciones más que de sobra los
dos habíamos elegido dormir juntos. En la que había sido del tío Vicente. Allí
había dos camas de noventa, una mesilla en el medio, un tocador y un espejo. La
habitación hubiera podido ser de alguna de las tías, por lo del tocador, pero
no había sido así.
Tenía anginas. De hecho
me las iban a extraer. Cosas de la época. Llevaba unos días en cama con fiebre,
algo que en mí parecía ya habitual. Estaba muy aburrido. Las tías, y tío
Vicente me traían tebeos de El Jabato, de El Capitán Trueno y aquellos que me
gustaban tanto de Hazañas bélicas. A ti también te gustaban, creo. De hecho
muchos de ellos no venían de la tienda de La Furruñeira, salían del fallado,
donde sé que había un par de cajas repletas hasta los bordes. Aquellas revistas
habían sido tuyas anteriormente, y como tú eres de esos que siempre guardan
todo, igual que las tías. Allí estaban todas aquellas tiras esperando a que
alguien las volviera a leer, y las rescatara del polvo que produce el olvido.
Una tarde de verano que
llovía me preguntaste, ¿sabes la historia de nuestro abuelo Manuel, el de
Corcubión? No, contesté. ¿Quieres que te la cuente? Cuenta, cuenta.
Y contaste. Ya lo creo
que me la contaste. Con pelos y señales, pero yo, discúlpame, la voy a abreviar
un poco.
Nuestro abuelo Manuel
era el mayor de los hermanos. Su padre Cayetano se casó dos veces. Con su
primera esposa tuvo veinte hijos, y cuando ésta falleció volvió a casarse otra
vez. Lo hizo con la hermana pequeña de la que había sido su mujer, y con su
segunda esposa tuvo otros tres niños más. El mayor nuestro abuelo, Manuel.
El abuelo era muy alto,
maestro de obra, y de oficio yesista. Era un artista. Todavía hoy día puedes
ver, me decías, estucos hechos por él en alguna casa de Cée. Emigró a La
Habana. Un primo y un hermanastro lo siguieron, y allí formaron una cuadrilla
de trabajo. Miles de gallegos habían ido hasta aquel lado del mundo en busca de
dinero, con la esperanza de poder volver algún día al pueblo y llevar una vida
digna. El abuelo fue uno de los afortunados que lo consiguió, muchos otros se
quedaron en el camino. Y para que veas de qué pasta estamos hechos los Abelenda
sólo te diré una cosa más. El abuelo veía constantemente que otros morían allí,
y no sólo eso, sino que además no tenían ningún sitio donde ser enterrados, y
como terminaban sus días en una fosa común. Entonces decidió hacer algo. Lo
hizo. Construyó, con cargo a su bolsillo, una serie de nichos para que TODOS
los nacidos en el partido judicial de Corcubión, de donde él era, pudieran
enterrarse allí. Hasta el mismísimo ayuntamiento de Corcubión llegó la noticia,
y en uno de sus viajes de vuelta, regresaba cada dos años, recibió como
reconocimiento a la contribución hecha a la comunidad el título de Hijo
Predilecto de Corcubión.
Pero, el abuelo era un
hombre de familia. Antes de regresar a La Habana siempre dejaba un recuerdo a
la abuela en forma de embarazo. Nació tú
padre, después el mío, y el abuelo seguía en Cuba. Trabajando con su
primo y hermanastro con los que también, igual que nosotros hacemos ahora,
había hecho un pacto de sangre. Una noche, los tres, hicieron como los
mosqueteros. Todos para uno y uno para todo. Lo juraron. No le iría bien a uno
hasta que no le fuera bien al otro. Y así siempre. Nada podría alterar aquella
decisión tomada libremente. Ahora eran hermanos y lo serían para siempre. Por
encima de todo, de cualquier cosa. Sucediera lo que sucediera.
Eran muy trabajadores,
se desplazaban en un camión, y se pasaban el día trabajando. Salían a primera
hora de la mañana de la casa en la que vivían, en la calle Alambique, 28.
Regresaban al anochecer. Todos los días del año. Sábados y domingos incluidos.
Eran como máquinas. Estaban poseídos por el trabajo, por el afán de ganar
dinero, prosperar y con la esperanza de regresar algún día al pueblo.
Lo consiguieron.
Aquellos jabatos un día regresaron juntos al pueblo y jamás volvieron a salir
de él. El resto ya lo sabes. El abuelo que era alto como una torre, y fuerte
como un castillo, cogió una enfermedad pulmonar, y un año antes de que
estallara la guerra civil española se murió. De repente.
A la abuela le dejó una
magnífica casa que compró con el dinero que había ganado en La Habana, y ella,
como única manera de sacar a sus seis hijos adelante, puso un bar.
El espíritu de
Alambique, 28 vive en nuestra familia. Los primos pueden ser hermanos.
Y después de contarme
todo eso me preguntaste, ¿quieres ser mi hermano? Te dije que sí, y fue cuando
sacaste dos alfileres, nos los clavamos en el dedo índice al tiempo, y fundimos
nuestra sangre.
Dijiste solemnemente
“Convoco al espíritu del pacto hecho en Alambique, 28. Desde hoy Oliver y
Faustino, Faustino y Oliver no sólo son primos. SON HERMANOS.
NOTA. Y ahora yo te
digo, hermano Faustino, por favor, ponte en contacto conmigo. Te necesito.
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