Si vais a Roma, cogéis un
metro y os bajáis en la parada de Flaminio, habéis llegado al barrio del
Trastévere.
Allí está el Puente Milvio
sufriendo la moda impuesta por los enamorados.
En dicho puente los candados
se cuentan por millares. Los ponen los enamorados que por allí pasan para
celebrar su amor, y algún día pueden ser la causa del derrumbe de la estructura
que soporta tanto compromiso.
Si ahora cambiáis Roma por Paris, también podéis
ir al Puente de las Artes. Más de lo mismo. Y si todavía tenéis la suerte de seguir
o de estar enamorados, allí podéis renovar vuestros votos amorosos por el
simple método de entrar en una ferretería y comprar otro candado.
Pero, si eres refugiado, y
no importa de qué nacionalidad, y quieres entrar en Europa, verás que todas las
fronteras están siendo cerradas, y no, precisamente con candados.
Las autoridades, amorosas
ellas, las alicatan de alambradas, concertinas y muros y más muros de la vergüenza.
Y es que vivimos en una
Europa enamorada, y ensimismada, que se muestra ajena a todo aquello que sucede
en el mundo, y en especial en los países del norte de África.
Habitamos un continente
bárbaro, culpable a veces, y cómplice siempre, en la que sus dirigentes,
nuestros dirigentes, un día dicen una cosa y al otro la contraria. Países que
un día ayudan al amigo, y socio americano en la invasión de otros Estados del
tercer mundo, al otro se presta a ayudar
a toda esa gente que queda con el culo al aire, y al siguiente se desdice, y
blinda todas sus fronteras, dejando al albur la vida de millones de personas.
Es la Europa rica. La misma que
un día colonizó África. La que todo lo arregla enviando misioneros y pagando
rescates.
Es la Europa infame en la
que vivimos. Es la Europa que entre todos ayudamos a sostener, y que va hacia
la deriva de la felicidad económica.
En esa Europa sin sentido, y
sin sentimientos, los ciudadanos sólo tenemos derecho de réplica el día que hay
elecciones. El resto del tiempo, sus ciudadanos, sus habitantes, sólo servimos
de comparsas y de escusa a toda esta horda de venales que nos administran y que
dicen actuar siempre en aras de nuestra seguridad.
Vivimos en la Europa de los
candados, y de los enamorados de si mismos. Y el amor, según los expertos en el
tema, es compartir.
Para todo lo demás, con
amancebarse con la mano basta y sobra. Y eso es lo que hace la señora Mérkel: organizar
la gran masturbación y poner candados coronados de concertinas en las fronteras
para que ellos puedan seguir dándole a la mano allá por Bruselas.
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