Napoleón después se proclamó
Emperador y Cayo Julio llegó a César entre los meandros de la ardiente
Cleopatra. Los dos durmieron allí. El uno salió demudado y el otro asaeteado por
las flechas del amor. El griego Heródoto le dedica el segundo de los Nueve
Libros de la Historia. Mark Twin practicó la escalada y subió hasta lo más
alto. Cuatro mil años lo contemplaban. Y ahora, yo. Al fin estaba allí delante de la Gran
Pirámide, la llamada de Keops
Toda la vida soñando con
esto y el momento había llegado. Bajé de una limousine, un Opel Vectra, a
primera hora de la mañana, y las cincuenta entradas que venden diariamente ya
se habían agotado. De todas formas subí hasta donde ahora está la entrada.
Hable con uno de los vigilantes, le expliqué lo sucedido, y a golpe de mimo un
billete cambió de mano. Entré. La falta de oxígeno es exagerada; a quién le
extraña lo sucedido al que luego sería el mandamás de Europa. Después recorrí
su perímetro sintiendo la mirada de dos guardias armados en mi espalda
Alquilé un camello con guía,
y me dirigí a lo alto. Allí están sus hermanas pequeñas, las conocidas como de
Kefrén Y Micerinos. Este año, es alternativo, se podía entrar en la más
pequeña. Otra vez me falta el aliento mientras las emociones se desbocaban.
Descendí, subí a mi montura,
y el descendiente de los mamelucos me condujo hasta la base del desierto. Al
sitio donde empieza el parque temático más antiguo del mundo. Allí está la
Esfinge viendo pasar el tiempo, a los turistas y a los viajeros mientras el
viento la acaricia.
Impresionante. Cuando hasta
allí llegó Napoleón, sus soldados después de desenterrarla de la arena del
desierto, practicaron la puntería y sobre ella descargaron decenas de tiros.
Churchil se fotografió ecuestre en compañía de la viajera y estadista Gertrude
Bell. Louis Armstrong tocó para ella la trompeta, y olvidó el oprobio de la
soldadesca. La música amansa a las fieras, y el tiempo allí pasa en un suspiro..
Cuando salía del recinto
eché una última mirada en derredor. Miré para la Esfinge. Adiós, Esfinge. Me
giré ciento ochenta grados, y ella quedó a mi espalda; apareció la civilización: un enorme letrero
del refresco que tiene a gala ser la chispa de la vida vigila.
De la Edad Antigua a la Edad
de la Estupidez en una fracción de segundo. Ay, ay.
Después comiendo alguien
dijo: ¿sabes que día es hoy? Domingo, creo. No, ¿qué día de mes es? Me quedé
pensando. Lo había olvidado. Fue el primer año que conseguí tal proeza. Atrás
habían quedado Raphael y su Tamborilero, el banco de peces sedientos que beben y beben,
y vuelven a beber, y el frenesí de las compras.
¡Navidad!
En el hotel había un árbol
de cartón piedra como testigo mudo de que así era, y desparramadas en derredor
cajas de colores como atrezo. Aquel año mi regalo lo traje a casa envuelto en
la retina.
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