Que uno de los síntomas
de dictador es la megalomanía creo que no lo discute nadie. Ni siquiera los gallegos proclives como somos
a la entelequia que es el “depende” dudamos de que lo anterior sea cierto.
Máxime después de tener
que soportar la decisión del “demócrata” Fraga con respecto a “su” Ciudad de la
Cultura Mangue y Despiporre, y de asistir a la magia potagia del dineral
gastado.
Todo sea por no
contrariar a don Manuel, y para beneficiar a unos cuantos y al partido.
El Señor de los Tirantes,
Manolo, aprendió todo lo que tenía que aprender de su maestro y mentor. Un
general superlativo, de voz aflautada y que antes que don Fraga también tuvo
una idea colosal y magnífica: hacer de
España un valle de caídos.
Dicho y hecho, ¿porque, quién es el chulo que le discuta las órdenes a alguien tan lleno de razón?
Como nadie nace con
vocación de fusilado el engendro se perpetró. Desplazaron hasta allí a cuadrillas
de presos para hacer el trabajo y ahorrar en jornales, y después expoliaron
tumbas como zombis hambrientos.
Se acabó la tontería:
Si Mao, un colega
asiático de la época, tenía un monumento que se podía ver desde el espacio (La
gran muralla), él (don Caudillo) iba a tener la cruz más grande del universo a
la vista del mundo y para asombro de las nuevas generaciones de patriotas.
El cine, en aquel
tiempo un servicio de propaganda del megalómano, que servía de bálsamo para
olvidarse de lo visto antes en el NODO, sirvió como arma propagandística del
proyecto.
Toni Leblanc se hizo
astronauta, y en su primer viaje al exterior, y desde el perineo de La Tierra,
observó una gigantesca cruz.
Era la cruz del Valle
de los Caídos. Orgullo de España. Símbolo de modernidad y de cultura. La primera
cruz del mundo mundial en salir en todos los gps que en este mundo hay. Lo
saben todos los turistas espaciales. Vas allí, al espacio exterior, y lo
primero que te enseñan los tour operadores es la cruz del valle de los caídos.
Después mencionan la muralla que cierra el frondoso valle.
Pero como las películas
en aquella época siempre tenían un final feliz, Franco se murió. La gente estaba
muy afligida, el presidente de turno lloró y la ciudadanía desfiló en manada
para darle su postrero adiós.
Aunque, todo hay que
decirlo, se sabe que hubo gente mala que celebró tan infausta ocasión bebiendo cava
del barato como si la cosa fuera motivo para practicar el despendole.
Como no podía ser de
otra manera, los nuevos dirigentes, demócratas ellos, aceptaron la imposición
de enterrar al general superlativo en el único valle del mundo con cruz
incorporada.
Así, y gracias a la
sumisión de los 100.000 hijos del gran julandrón, cuarenta y pico años después
todavía seguimos hablando de la tontería.
Y ya está bien de tanto
delegar, coño.
A Franco, a José
Antonio, a quién sea, que lo entierre su familia, si quieren.
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