Auschwitz.


 El mes pasado descubrí que sesenta y nueve (69), un número que me gustaba por demás, a veces no es un número de mí agrado. Y es que, sesenta y nueve son los kilómetros que separan a la hermosa ciudad que es Cracovia del infierno más repulsivo que fue Auschwitz.
En apenas algo más de una hora, y sin ir por autopista, alguna llegas al infierno. La Tierra está plagada de infiernos.
Allí los nazis, hace sólo ochenta años, practicaron todas las aberraciones que pueda albergar la sinrazón humana. Concentraron gente, practicaron la exterminación masiva y la degradación máxima del ser humano y los campos se llenaron de hiel.
Las cenizas de los masacrados, ni siquiera sirvieron de abono de aquellos yermos páramos y aquel basto paisaje fue testigo mudo de la desolación más absoluta.
El mundo se conmovió, la gente lloró al unísono al enterarse del horror sufrido por aquellas miles de almas abandonadas a su suerte y sobre el mundo cayó el oprobio de lo sucedido allí.
Aprendimos a vivir con la historia, la olvidamos y nos empeñamos en repetirla a cada rato. El terror siempre acecha, y aunque en un grado menor, no hay década que no suframos brotes de espanto.
Sin embargo, y aunque la cosa no parezca posible, el mundo está lleno de Auschwitzs. Lo más son desconocidos, los menos no son recordados y todos guardan un punto común entre ellos, todos son silenciados y a menudo desdeñados.
La gente, la gran masa, prefiere vivir en la ignorancia antes que en el conocimiento. Preferimos pasar página, e incluso los más melifluos optan, de forma descarada, por no oír hablar siquiera del asunto. Otros, pese a todo, se empeñan en negar la evidencia de la misma manera que hay imbéciles que todavía manifiestan estar firmemente convencidos de que la Tierra es plana. Cuestión ésta que, sin duda y pese a que todos los cráneos son redondos, que demostraría que el de algunos es plano.
En Auschwitz hubo muchos campos, la mayoría no existen hoy en día.
En Birkenau, apenas a tres kilómetros, los nazis dedicaron ciento sesenta hectáreas de terreno conquistado a practicar todos los horrores que fueron capaces. La degeneración y la depravación humana, alcanzó su máxima cota.
La solución final fue administrada allí sin discriminación alguna. La esperanza de vida de los internos en aquel Infierno, e Infierno se antoja eufemismo, apenas alcanzaba las dos semanas. Con aquel caldo de cultivo y con aquellas esperanzas, la mayoría de los internos se tuvieron que convertirse en bestias para intentar sobrevivir. Padres que mataban a sus hijos por un mendrugo mohoso de pan, heces y orines que caían de lo alto de literas entablilladas de madera y todo tipo de calamidades que la mente humana se pueda imaginar, sucedieron allí.
En aquellos campos, los nazis intentaron relegar a las personas a la condición de animales y lo único que consiguieron fue convertirse ellos en bestias y en lo más vil y rastrero de la raza humana.
Aunque, los nazis no fueron los únicos y posiblemente tampoco sean los últimos. Y si no, mirar lo que sucedió en Rusia, lo que ocurrió en Camboya o lo que…

Y aunque allí ahora florezcan las flores, los campos se rieguen con lágrimas y el respeto abone los campos, esta historia es tan interminable como bochornosa.

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