No lo veía claro.
Consulté con mis amigos, y todos menos el hijo de Asunción dijeron: acepta, acepta, que así bebes. Sin
embargo, el hijo de Asunción que no bebía, ni fumaba, ni jugaba al balón,
seguía mostrándose escéptico. Para demostrar su desagrado dijo: “bah, qué asco”. Después siguió jugando
a las tabas.
Al llegar a casa se lo
dije a mamá sin ningún entusiasmo. “Mamá,
mamá, ¿qué te parecería si…? Para mí sorpresa no me contestó ella. Lo hizo
papá. Aquel día, el pobre andaba algo pachucho de lo suyo, y no había ido al
Casino. ¿Qué dices, de verdad? Después
de mirarlo un par de veces y comprobar que, efectivamente, aquel hombre
guardaba un parecido sospechoso con mi padre contesté provocativamente: ¿qué pasa, es que no me crees? Mi padre, que
ya se había ido, no contestó jamás la pregunta. Se limitó a desaparecer, o
hacer un Houdini que era como denominaba mamá a lo que mi padre hacía en esos
casos. Y así, estando en esa tesitura me puse a deshojar la margarita. Sí, no,
depende (incluí depende en un arranque de creatividad).
Pasé la tarde así.
Aquel día agoté las margaritas de los jardines que había al lado de casa. Sin
embargo, al finalizar el día y como todavía me quedaba media bolsa llena de
flores, todavía barruntaba sobre la cuestión. Mi madre, que a aquellas alturas
ya me había aleccionado en el uso de la escoba, dijo poniendo cara de estar
enfadada: “ya puedes ir barriendo”.
Aquella noche dormí
mal. Aquella novedad, en el niño koala, era la primera vez que sucedía. Tuve
sueños recidivantes, las margaritas perfumaron mi sueño delta y la confusión se
adueñó de mí al despertar. Para colmo, la minúscula alfombra que había a mis
pies estaba llena de restos mustios de las dichosas margaritas que me
recordaron el suceso del día anterior.
Me levanté, para variar,
de mal humor. Desayuné, y como ya tenía diez años y ya era mayor, me homenajeé
con tres carajillos, un par de copas de garnacha y encendí una Faria. Cuando me
marché al instituto iba la mar de animado.
Por el camino me
encontré con él, con el hijo de Asunción. Sí, ese que no fuma, ni bebe, ni
juega al balón. Por cierto, un chaval famoso. Fijaros si es celebérrimo al
gachó que hasta tiene canción. Un fenómeno. El rey de las tabas. Pero, a lo que
iba. El hijo de Asunción, de quien aunque mi vida dependiera de ello no
recuerdo su nombre, volvió a machacar mis tímpanos con sus precauciones. “yo de ti no aceptaría, pero como tú eres tú
y tú circunstancia, pues… tú sabrás”. No sé si me explico bien, pero si
digo que en esos momentos, y animado como estaba, estuve a punto de convertirme
en el primer asesino en serie de mi pueblo, tampoco creáis que estoy
exagerando. Es que lo zapateaba, vamos. ¡Brrrrrrrrrr! Me contuve y los dos
conseguimos llegar sanos y salvos al sitio donde se suponía que estudiábamos.
Teníamos clase de
religión a primera hora. Así, a lo bestia. Para despertar. Unos días
empezábamos por Gimnasia y otros días por Religión. Trabajando cuerpo y mente.
Como se puede ver vivíamos, perdón, estudiábamos al límite. Forjando el
carácter para lo venidero. El cura, los pelotas le llamaban Don Sacerdote,
dirigiéndose sólo a mí preguntó: qué, que
me dices Luis Germán, ¿aceptas, sí o no? Me hice el distraído, miré todo lo
negro de mis uñas y maldije para mis adentros por haberme olvidado la petaca de
garnacha en casa. Estaba sin palabra, no sabía que decir. Me rasqué, acomodé
los bígaros en el pantalón mientras pensaba, mientras trataba de hacerlo, y
contestar algo coherente. No se me ocurría nada. ¡Cáspita, qué hago! Me acordé de aquel forastero que había visto el
día anterior y que manifestaba ser mi padre. “Pues, no sé, don Sacerdote (mejor optar por la prudencia y el buen
trato), que dice mi padre que si quieres
un hijo pillo, mételo monaguillo. Pero, yo no sé, no lo veo claro. ¿Y si pruebo
el vino antes sería mucho pedir?. El cura, que pese a sus votos era un tío
muy de andar con segundas y conocido por el exceso de sus perífrasis, contestó
enfurecido: Sí hombre sí, lo que faltaba.
Si quieres te compro rioja reserva, no te fastidia el niño.
Y tampoco era eso,
claro.
Le dije que yo creía
que con la bendición cualquier purrela de baratillo se convertía en el caldo
más excelso, y resulto que no. Por lo tanto, y viendo que las contradicciones
teológicas podían afectar a la calidad de los vinos, y dado que don Sacerdote
no me ofrecía garantía alguna, fui consciente de que mi padre jamás alcanzaría su
sueño de tener un hijo pillo. Quizá por eso, nunca alcancé el grado de
monaguillo y, por tanto y por eso quizá nunca fui un niño pillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario