Un copazo después fui
consciente de que algo más anormal de lo normal ocurría allí. Las miradas de
los parroquianos estaban puestas en él, en aquel ser con apariencia de
diminutivo de hombre, que amenazaba con caerse en cualquier instante. Aquel extraño
hombre estaba seriamente perjudicado. Su horizontal se veía comprometida a cada
movimiento. La caída parecía inmediata e inevitable. Cuestión de tiempo. Al
parecer, los parroquianos presentes, emprendedores ellos, habían tomado buena
nota del asunto y ya habían hecho una porra aventurando el resultado. Iba
ganando, casi por unanimidad, la casilla caída
inminente en los próximos diez minutos.
Pese a todo, sobre todo
a su estado, aquel hombre después de zigzaguear a su propia sombra consiguió
llegar hasta donde yo estaba ocupado en sacándole brillo a la barra. Su mirada
era turbia, su lengua estropajosa y su inglés, aunque fluido, resultaba
absolutamente incomprensible dado su estado.
Lo miré, parecía chino
y creo recordar que me pregunté, al igual que el resto de parroquianos presentes,
¿y qué carallo hace un chino en un farolillo rojo de la zona de Carballo?
Tal fenomenología tenía
sobre ascuas a los presentes.
El chino, que luchaba
denodadamente contra su propio vértigo, empezó a hablarme sin darse cuenta de que
no le estaba entiendo ni una repajolera palabra. Sin embargo, al rato ocurrió
el milagro, ese mismo que sucede cuando ves una película argentina, el milagro
de la comprensión. Empecé a entender, pues. Tampoco piensen ustedes mal. Al
parecer aquel hombrecillo era de Taiwan. La isla bonita. Tierra de portugueses,
parte de mis ancestros. Estaba allí en una misión de estudio científico. Por lo
que me decía, si es que no le entendí mal, era el jefe de una delegación que
estaba estudiando el engorde del percebe en cautividad. En Carballo, todo el
mundo lo sabe, hay una factoría dedicada a la conserva de pescados que también
se dedica a la innovación tecnológica en tal materia y que es puntera en esta
investigación. El taiwanés, que apenas llevaba tres o cuatro días en el país,
decía estar más aburrido que un pulpo en un garaje, y que necesitaba un poco de
expansión y volar un rato la cometa. Allí, me dijo, no le entendía nadie; y
claro, después de tres horas tratando de confraternizar con las impropias y
después de ingerir múltiples cubatas en busca del tan cacareado don de lenguas
que dicen que otorga el alcohol, se había dado cuenta de que estaba borracho
como una cuba y más empalmado que un adolescente con sobredosis de Enderezol.
Sí, lo confieso: lo
ayudé. Carmuchiña que es una mujer fuerte, comprensiva y amiga de hacer
favores, también lo ayudó. Lo volteó, cargó aquel fardo chino tal cual fuera una
plumilla y en dándole unos cachetitos cariñosos en el culete le dijo: Te vas a enterar, chinorrito. ¿Te gusta el
chop suey? Yo creo, a lo mejor es una maledicencia mía, que a estas alturas
el chino iba desmayado, pero… qué sé yo.
Al rato bajaron ambos
cogiditos de la mano. Parecían enamorados. Carmuchiña no paraba de mirarle
arrobada y el chinorrín todavía se relamía la babilla. “Aquí te lo dejo”, me dijo Carmuchiña. “Parece muy recuperado de lo suyo”, contesté y añadí: “Carmuchiña, haces milagros”. “Por cierto, me preguntó, ¿y tú de qué conoces al chinorri? De nada,
de ahora mismo. Ahhh, bueno. Es que está Crisanto, el proxeneta oficial del
lugar, reclamando que le debe no sé qué.
A mí ya me ha pagado, ehhh. Que lo sepas. Y haciendo un ¡jall!, en honor al gran Chiquito
fallecido y entonando un no puedo, no
puedo, Carmuchiña salió disparada hacia Manolete de las Barrosas que acaba
de entrar con cara de risueño dispendio.
El chinorrín a estas
alturas ya había recuperado parte de la compostura perdida. Los pocos
parroquianos que habían ganado la porra apuraban sus copazos alborozados. Pagó
todo lo debía e incluso le cobraron lo que no sin que el otro se molestara ni
lo más mínimo.
Fue entonces cuando me
dijo aquello sin venir a cuento:
-
No
comple usté un teléfono chino.
-
¿Y
polque no?, contesté mimético como soy de lo mío.
-
Polque
llevan un chip y lo espían.
-
Pues
si me espían, que me espíen. A mí los chinos, y se lo digo sin ningún ánimo de
ofender, me la refanfinflan.
-
Es
peligloso. El chino ahora parecía demasiado
hablador. Incluso se podría decir que pesado. Se dice pol Taiwan que los chinos pusieron un chip en todos sus
teléfonos móviles. Imagínese usted que está con su chica, con su mujel, con su
novia en la cama, y le dice ayyyy, Calmuchiña te voy a comel to el bacalao.
¿Qué sucede? Pues que a los dos minutos usted lecibe en el celulal un sms con lecetas
de bacalao. Bacalao a la vizcaína, bacalao al pil pil, bacalao… ¿A usted esto
no le palece molesto?
-
Pues
hombre, contesté al chino sin pensar demasiado en lo que
estaba diciendo, con sacarle los datos al
móvil asunto resuelto, ¿no?
-
Usted
sablá. Pol cielto, que me dijo Calmuchiña que la tenía como un pelcebe. ¿Me
podlía decil si eso es bueno o es malo?
-
Eso
es buenísimo, amigo Chinolli, dicen que los percebes tienen un miembro que es
veintisiete veces su tamaño. Así que, según Calmuchiña, a usted la minga le
debe llegar, por lo menos, hasta las afueras de Carballo.
Después
de aquel extraño encuentro he tomado la decisión de sacarle los datos
al móvil todas las noches y siestas de guardar. Como diría alguien que yo me sé
“pol si ascaso”. Más vale plevenil
que lamental.
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