A los veinte años leí Cien años de soledad y Pantaleón y las visitadoras. Después de
eso, si tuviera que elegir entre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez,
elegiría a Alvaro Cunqueiro. Y pese a que la novela que más me impactó de todas
cuantas he leído siga siendo Cien años
de soledad, Mario Vargas Llosa y su Pantaleón
y las visitadoras es materia de envidia para mí. Es más, babeo tanto de lo
mío que con el Merlín y familia, del gran Cunqueiro, diluvia en Mondoñedo. Sin
embargo cuando caigo en la veleidad de leer a Vargas mis manos se tintan de Rojo y negro, síntomas del mal de
Stendhal. Por contra cuando el síntoma cursa en Llosa leo Eugenia Grandet, afluente del gran río Balzac, y mejoro del
furúnculo. Y que conste que me gusta Vargas, aunque, eso sí, menos que Llosa, y
mucho menos que los Hermanos Karamazov,
hijos todos de un tal Dostoyevski.
Añadiría más, admiro tanto a Llosa que celebro a Vargas. Cuestión de
estilo. Admiro el puñetazo que Llosa propinó a Márquez de la misma manera que
Panza admiraba a Quijote, porque uno es ínsula y el otro Barataria. Y aunque
todos somos devotos de leoncitos a mí y a
tales horas, de don Miguel de Cervantes y Saavedra, mancos y guerreros, de Guerra y paz, lucimos orgullosos el
pendón Tolstói como bandera aun siendo algunos mancos y otros calavera, y cada
cual a su manera.
Admiro a todos ellos,
pero si tuviera que elegir, que ni tengo ni debo, elegiría a Borges. Amigo de
Bioy. Con él leo, pienso y disfruto. Con él un cuento se convierte en novela, y
una página en un Pantaleón, de la
misma forma y manera que un poema de Neruda te hace soñar con una Visitadora o una carta de amor en
primavera.
Sin embargo, y pese a
todo, ayer me reconcilié con Vargas y de rebote con Llosa.
Tan exagerada fue la
emoción que sopeso la idea del dispendio. Comprar todos sus discos, ahora que
se me ha pasado la tontería, no sería baladí. Cantantes o vicetiples, presidentes
o ministros adornan sus carátulas, pero eso sí, todos de la misma orden son: esquineros y trotones unos, sodomitas todos
y los más.
Y todo a viene a cuento
de una mariola, que no Rayuela de
Cortázar.
Dijo don, y venerable,
Mario después de superar sus Cien años
de soledad: He descubierto que la
palabra felicidad tiene nombre y apellido: Isabel Preysler.
Esa sí que es una
frase, lo demás son novelas.
Sentí retornar el cariño
perdido hacia un maestro de la cofradía. Sus ñoñas palabras, verbo de hombre
enamorado, me reconciliaron con él, con Mario, con Vargas y también con Llosa.
Es grato que dos
cofrades de religión se reconcilien. Sobre todo a cierta edad. Redundo y entono
el mea culpa. Ora pro nobis. Tal vez sea
el momento adecuado de rendir plaza y aceptar la diferencia.
Y es que, esa frase,
ñoña, encoñada, y que suscribo cambiando nombre y apellido, define la esencia
de la vida, desconocido Mario. Porque la
vida se nos antoja plena cuando uno es feliz.
Y la felicidad, lo sé
bien, tiene nombre y apellido.
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