El mandón le había
dicho:
Una
vez que tú madre te destete, a los ocho o nueve meses, y cuando alcances la
madurez sexual que se producirá a los dieciséis, te separarán de tus compañeras
hembras y vivirás con los machos. En ese momento tienes que tener mucho cuidado,
y hacer lo posible para que tus compañeros no crean que eres tímido o débil,
porque si así sucediere te darán por culo sin desmayo. Después vivirás
plácidamente unos años, y finalmente terminarás en un sitio ovalado al que acudirán
muchísimas personas. Allí serás torturado y después muerto. Los hombres a eso
le llaman arte.
Y efectivamente así
fue.
Gracias a su indómito
carácter logró zafarse de los machos, hasta que una buena tarde en la que
estaba echando la siesta en la campiña llegó un señor, lo montó en un camión, y
en compañía de otros seis, y con una recua de señoritas de compañía, lo trasladaron
a un sitio pequeño donde quedaron todos encerrados.
Preguntó, ¿dónde estamos? ¿Este sitio no será ese
lugar al que los humanos llaman Guantánamo, verdad?
Los demás se callaron.
Ninguno sabía en donde se encontraban ni que hacían allí.
Pasó la noche y el día
amaneció soleado. Cuando el reloj decía que era por la tarde, un señor muy
amable abrió una puerta y él, de repente, vio el ovalado del que le había
hablado el mandón, y a un montón de gente que se denominaban a sí mismos
personas gritando enfervorecidos.
Estaba confundido. ¿Qué
hacía allí? ¿Qué era lo que esperaba toda aquella marabunta que él hiciera?
De repente lo vio.
Algo que no sabía cómo
identificar, ¿hombre o mujer?, estaba delante de él.
Fuera lo que fuera aquello,
y aun siendo lo que fuera, vestía como un macaco y se comportaba como un
mequetrefe.
En una mano llevaba una
tela roja, y debajo se adivinaba que escondía algo.
Lo citó, acudió, y sin más
preámbulos se puso a pasarle la tela por el morro.
La gente chillaba.
Olé, creo que decían.
El macaco, o lo que
fuere, al que sólo quería meterle un asta por donde los mansos apacientan a los
bravos, daba volteretas en su entorno.
De repente sonaron unos
clarines, se abrió una puerta y vio como salía una cosa gorda montada en un
caballo y con una lanza enorme.
Joder, se la clavó
hasta el corvejón. ¡Hijo de puta! Chilló. Turró con todas sus fuerzas, y los
presentes gritaron ayyy, cuando el
fofo caballista mordió el albero.
Después salieron unos
de la pandilla del macaco, y lo aguijonearon
Se rebeló lleno de
odio.
En ese momento fue rodeado por más mequetrefes,
se supone que amigos del macaco y del gordo, y con maniobras de despiste lo
llevaron a otro lado.
Pero,
¿qué cojones pinto yo aquí? Chillaba como un loco.
Ni caso. Todo el mundo
parecía que lo estaba pasando bien viendo como aquél imbécil lo torturaba.
Se acordó del mandón.
Había sido un tipo de mucho cuidado hasta que un día otro chulito lo desafió.
El mandón perdió el envite
y pasó a ser un abochornado de por vida.
Su carácter se agrió y
se volvió irascible.
Igual que el otro
ahora.
Estaba cabreado. Muy,
pero que muy enfadado. Por eso en el momento en que el macaco vestido de watio
se descuidó le metió un asta por el ojete del culo. Lo volteó, y todo el
público asistente volvió a chillar ayyy.
Para celebrar tanto
éxito, y tanto arte, los asistentes de tamaña tontería orearon sus pañuelos.
Después cuatro monosabios
lo cogieron en volandas, le dieron una vuelta al ruedo, y para rematar la faena
al macaco le cortaron las dos orejas y el rabo mientras sonaba el famoso
pasodoble “Anda y que se joda”.
Y, vuelta a la dehesa.
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