Que la Autoridad
siempre aprovecha las desgracias es un hecho, de por sí, desgraciado. Lo vemos
una y otra vez. Suceda lo que suceda, bueno o malo, ellos no van a faltar
nunca. Se tienen que hacer fotos. Retratarse con víctimas y con creyentes de
todo tipo. Con almas cándidas, desorientadas y sumidas en el estupor y la
incredulidad que debe ser víctima de la barbarie. Ante tan inopinada situación,
se presenta el encargado del protocolo de alguien y dice al oído del sufriente:
Oye, fulanito, ¿sabías que ese chico tan alto y con tan buen empleo quiere
visitarte, darte la mano y hacerse unas afotitos contigo? ¿Qué te parece, te
animas y consientes o vas a ser de esos que van haciendo feos por el mundo? En
el pack de la infamia, ese que envuelven en celofán de colores, también puede
llevar incorporado el adminículo “parienta”. La bulímica sonríe mejor que
nadie, y si está en horario laboral, de lunes a viernes, sonríe sin siquiera
pedir el pago de horas extraordinarias. Sin embargo, sabemos de muy mala tinta que
tanto ella como él reservan todos los fines de semana para disfrutar del ocio
propio y para irse a Molembeek a darse un voltio y conocer nuevas culturas.
Esta clase de gente solidaria, que cogen vacaciones extraoficiales para
recuperarse de las oficiales, y que son famosos por ser capaces de hacer el
memo en diferentes idiomas y escenarios, ora sobre la cubierta de un yate, ora
sobre unos esquís recién bruñidos, son famosos por la misma razón que lo son
las sanguijuelas. Chupan todo y se fotografían con todo lo que les convenga.
Allí donde hay un flash están ellos al quite. Brindan chicuelinas a su público,
leen discursos escritos con pluma de corsé, y con buen ánimo y con la sonrisa
por bandera, ofrecen a los parroquianos rondas de tontería hasta el desmayo.
Sus equipos de marketing les dicen dónde y a quién sonreír, a quién estrechar
la mano y a quien palmear el hombro. A veces, saltándose el guión con
desparpajo, se acercan a algún viejecito a punto de espicharla y después de
acariciarlo se desinfectan convenientemente las manos. Los días más exagerados
incluso se duchan por aquello de evitar contagiarse de virus populacheros. ¡Por
favor, qué asquito tan grande! Después, retornan al calor de sus hogares como
hace todo el mundo: en avión público. ¿Acaso tú no viajas así? Y así, con el
dinero de todos y 2.000 fotos después, el día de autos se convierte en álbum de
despropósitos que la prensa vende con mucho rigor.
Resulta cansino ver
siempre la misma película y saber cómo acaba el folletín. Porque, ¿en ésta no
salía, también, un león al principio?
Siempre igual.
¿Y por qué no
aprovechamos y usamos a esta recua como bolardos y les metemos un palo selfie
por donde sea menester?
Al fin y al cabo, ya
está bien de ver siempre al pobre Colón enseñando el dedo con cacola. No
estaría de más reforzar la seguridad con uno de estos gaznápiros. Los
“guiristas”, variedad de turista ponzoñoso, estarían encantados con la novedad.
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