“Cualquier
tiempo pasado fue mejor”.
Lo decía Jorge
Manrique, poeta y espía a media jornada, y doy fe de que tal cosa es cierta.
Porque antes, sin ir más lejos, cuando acababas los estudios de espía con
aprovechamiento enseguida encontrabas trabajo. Y sin embargo hoy… mirar lo que
pasa. Espías titulados y muy bien preparados en el paro. No hay derecho.
En fin, volvemos al
principio, ya lo decía Jorge Manrique.
Mi primer destino como
espía fue un trabajo en la central que tenemos los espías. Llegué allí, juré el
cargo y morreé la bandera, y antes de darme mi primera misión me preguntaron si
quería coche o moto de empresa. Opté por coche. Aunque después me arrepentí de
no haber cogido la vespa. Era tan chula. Claro que un coche, y además de alta
gama y en el que no llueve, no es un coche: es un cochazo. ¡Un seat panda del
83!
Para amortizar tamaño
dispendio aprovecharon y me hicieron el primer mandado.
-
Tienes que llevar estos papelorios al
embajador americano. ¿Me entiendes?- me preguntó mi nuevo jefe.
Lo miré sobrado, y
contesté
-
Of course, chorvo.
En cuanto puse un pie
en la calle la misión se complicó. Me estaban esperando. Alguien había filtrado
el contenido altamente secreto de mi misión, y enviaron unos esbirros a
intimidarme y hacerme desistir. No lo consiguieron. Puse en marcha todas las técnicas
aprendidas en Alcampo. Derrapando el coche y usando el arma letal que es Mirar
mal conseguí huir. Cuando llegué a Serrano le tiré las llaves del panda a un
marine que andaba por allí, y diciéndole en perfecto inglés yanquis go home, le tiré una moneda de
cinco pavos al tiempo que añadía autoritario:
-
Apárcalo, man.
Cruzamos un duelo de
miradas.
Terreno americano en
tierra española. ¡Paradojas!
Pregunté por el muy
embajador al marine, que aún miraba extasiado la moneda de cinco duros, y
después de hacerme esperar comiendo bombones, me dio acceso a las estancias
privadas del embajador.
Cuando estuvimos a solas
saqué mi bocadillo de tortilla francesa de entre los papeles, y en ofreciendo
un mordisco al prócer, le tendí los papelorios pringosos objeto de la
arriesgada misión.
-
Gracias- dijo cogiéndolos con cierta
aprensión, y evitando las zonas de mayor pringue. ¿Qué me trae usted aquí?
-
Le traigo la lista completa, por orden
alfabético (ha llevado su tiempo), de los espías que estamos en plantilla. La
de los fijos discontinuos se la enviamos por fax, en cuanto sepamos cómo funciona
ese aparato del diablo.
-
Ahhh- dijo en perfecto inglés
-
¿Si el señor no desea ni ordena algo
más, sería tan amable de otorgar su permiso para que este pobre manzanillo se
retire de ante los ojos de su excelencia?
El embajador me miró
por encima de sus gafas bifocales sorprendido.
-
Usted es nuevo, ¿verdad?
-
Sí, señor. Esta es mi primera misión,
señor. Una misión de riesgo, señor- volví a insistir- Y ahora, si el señor no
dispone de otra cosa, ¿da su permiso, el muy señor, para que me pueda retirar
de ante su excelsa figura?
El embajador,
displicente, hizo un gesto con la mano. Y cuando ya estaba en la puerta me
detuvo su augusta voz.
-
Espere un momento, joven.
Se levantó, se acercó y
me tendió un bolígrafo con el escudo americano.
-
Tenga, un souvenir. Seguro que le hace
ilusión. Con este bolígrafo se rascaba el culo nuestro amado presidente.
Cuando lo conté en la
oficina, sin ánimo de presunción (conste), se produjo una catarata de babas.
Efectos secundarios de
la envidia.
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