No quisiera dar la
impresión con este post que pretendo impartir cátedra sobre buenas costumbres y
educación, porque ni soy yo quién, ni tampoco ese es mi objetivo. Tampoco
querría convertirme en un émulo de Marías (don Javier), ni subirme a púlpito alguno.
¡Faltaría plus!, como dicen los bilingües. Más bien es al contrario. Por mí que
cada uno, y cada cual haga lo que se le ponga en los ijares. Eso sí, con una
premisa básica y principal: por favor, no toquen los bígaros, y no hagan lo que
no les gustaría que les hicieran.
Veo, casi a diario, y
lo peor es que sin querer aprendí el palabro que es zapping (cambiar de canal,
de toda la vida), a personas en la televisión dando lecciones sobre cosas que
parecen desconocer. Y una de ellas, tan sencilla como básica, es la educación.
Tengo la impresión de
que la buena educación, o al menos la que actualmente sirve de modelo a la
mayoría, es esa que se desprende de las series americanas. De tal forma, y aun
siendo cierto, que puede ser que alguna vez sirviera como ejemplo de algo,
ahora no lo es. Porque, son zafios. Y lo que puede parecer exageración y
purismo exacerbado, se queda todavía corto viendo que las series que más sirven
de ejemplo son también las más ordinarias.
Nuestra forma de comer,
hablo de la de los españoles, viene de la tradición francesa. No se extrañen,
aquí por importar, importamos hasta monarquías. Los modales anglosajones siempre
fueron tenidos por bárbaros en estos lares. Eso de apoyar el codo en la mesa o
de hacer desaparecer una mano mientras se engulle con la otra, siempre fue
considerado estrafalario. Sin embargo, ahora no hay actor o actriz que no lo
haga en pantalla.
El modelo a seguir
parece ser la comedia americana. Personas sentadas alrededor de una mesa,
tomando un vaso de agua (por ejemplo) con una rodaja de limón. Y si, a ese mal
gusto le añadimos el uso del tenedor como si fuera un puntero láser la cosa
amenaza cotas de tremenda marranada.
Veo una película, las
chicas departen sobre la calidad de sus amantes y la frecuencia de sus actos, y
entre bocado y bocado, se apuntan con los tenedores a los ojos para refrendar
sus frases. Se carcajean con la boca llena, y cuando una dice (la ocurrente)
que no sé quién tenía un pollón kilométrico, se tapan las bocas llenas de
comida al tiempo que ríen pícaramente. Es entonces, cuando aparece la mano
oculta, que a saber en lo que andaría ocupada, y se la llevan a la boca para
taparse la papilla que allí tienen sedimentada. Lo hacen siempre tarde, cuando
ya se les ha visto todo el engrudo.
Después los críticos,
esa especie, nos hablan de glamour, y ponderan el realismo conseguido. La
papilla de guisantes eran verdes, las caries estaban muy bien trabajadas y los
implantes eran tela fina. Sólo falta en este aquelarre inventar el cine con
olor y oler el aroma de sus cuescos. ¡Glamour! Aun así, estos pedorros y estas
pedorras imparten cátedra y se convierten en referencia de estilo y buenas
maneras con la complicidad del crítico emplumado en brea de dólar.
No sé pero, para mí,
que todos estos “intelectuales” de tenedor en ristre deberían de ser estudiados
en algún que otro manual de entomología básica. Al fin y al cabo, hablamos de
la afamada especia: cucaracha peliculera.
Eso sí, los críticos
comen en mesa aparte. Son el servicio, por tanto, otro género de la misma
especia: escarabajos pelotudos y de lo más comunes.
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