Cuando vivía en Madrid
un día mi empresa me hizo un mandado. Tienes que ir a Salamanca a la fiesta que
celebran los farmacéuticos por su patrón. Por supuesto, fui. La cena estuvo muy
concurrida, hubo sorteos diversos con las cosillas que donábamos los delegados
de los laboratorios y lo pasamos muy bien. Al finalizar, el presidente de la
Asociación de No Sé Qué nos convidó a todos los presentes a una capea al día
siguiente.
Eran las doce de la
mañana cuando llegué. Había mucha gente. La plaza estaba abarrotada. Después de
los pertinentes carajillos, de una docena de sol y sombras y de encender un
Partagás, me armé de valor. Alguien me prestó un trapo rojo, allí lo llamaban capote,
y enfilé todo lo redondo que es el albero. Cuando estaba apenas a tres metros
de la vaquilla, la miré fijamente a los ojos y le dije: vas a ser buena y a embestir por dónde yo marque, ¿vale? Yo creo
que la convencí con mi verbo fluido, porque aquel anoréxico animal se arrancó
con mucho tronío y pundonor. Me lucí. Hice cuatro chicuelinas, luego le di unos
pases al natural y rematé con un desplante. Como colofón ofrecí mi altanero
culo. Fui consciente de que el personal asistía arrobado e incrédulo al
espectáculo. Simplemente no daban crédito de lo visto.
Sin embargo, creo no
fue así. Al menos, no exactamente. Porque ahora que recuerdo, la cosa puede ser
que sucediera de otra manera.
Es verdad todo lo primero,
e incluso también es cierto que hubo una capea, que fue a las 12 de la mañana
en algún sitio de las afueras de Salamanca, pero la cosa creo no sucedió tal y
como la describí antes. Disculpar el lapsus.
Al contrario.
Cuando salí al albero y
me dirigí a la vaquilla con aquel ridículo trozo de tela en la mano derecha, y
con el Partagás humeante en la otra, y al ver que me miraba fijamente, me acordé
de que tenía mucha sed. Me di la vuelta chulesco, la ocasión la pintan calva, y
mirando al personal que asomaba expectante en el tendido, vociferé a voz en
grito: me voy al ambigú, que tengo una
sed de carallo, ¿quién se apunta, paga el laboratorio? El ambigú se a
abarrotó y la vaquilla me miro agradecida.
También es verdad que
después, y tengo que decirlo, no hubo aplauso ni pañuelo alguno para mi sed.
Claro que a lo mejor tampoco sucedió de esa manera.
Porque ahora que lo
pienso, creo que…
… aquel día, 12 de la
mañana, hacía sol. La arena del albero relucía y la vaquilla, cuando salí yo,
estaba más que resabiada. Porque a aquellas alturas, y después de que una
pandilla de desconocidos la llevaran mareando toda la mañana, el animal estaba
más que harto del personal. Sin embargo, no me arredré y aproximándome a ella
fui consciente de la velocidad que es capaz de desarrollar un semoviente cuando
se pone en acción. Me volteó, mis vergüenzas quedaron al descubierto y el
público femenino sacó los prismáticos con la primaria intención de no perder ni
el más mínimo detalle…
… Aunque, ahora que lo
pienso, a lo mejor tampoco fue así, porque… aquel día, eran las doce de la
mañana cuando llegué. Había mucha gente. La plaza estaba a abarrotar. Después
de los pertinentes carajillos y de una docena de sol y sombras, me armé de
valor…
Así que, ¿conocéis el
cuento de la buena pipa? Pues eso creo que fue lo que sucedió, pero con un
capote en la mano.
En los bares,
naturalmente, cuento la versión extendida. Así que, quien la quiera escuchar
sólo tiene que invitar a unas cañas y a un chusquirripitín de jamón que si no
sufro de mareos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario