En uno de los internados que estuve mis padres tenían un piso
alquilado en el pueblo. Los viejos no sabían que yo tenía la llave. Todo un
curso, bueno, hasta que me echaron tuve dacha. ¡Qué nivel! En aquella casa se
sucedían los despropósitos. Los más íntimos tenían copia de la llave y era
conveniente llamar antes de entrar, porque no era raro encontrarse hasta con la
mismísima Guardia Civil, de cuerpo presente, llamada por alguno de los vecinos, piadosos y
cumplidores de la ley que habitaban en el inmueble. Incluso llegaron a llamar a
mis progenitores para advertirles de lo que sucedía, pero como mi padre tenía
dominó y mi madre andaba distraída con el parchís decidieron no enterarse,
porque grave, lo que se dice grave tan poco sucedía nada. Música alta, risas
y…qué, qué más, tráfico de personas. ¿Drogas? La gente no estaba informada de
que esa eventualidad pudiera suceder, y aquél olor raro procedía de las
borrajas que cocía de caldito. ¿La borraja es comestible? Claro, la trae papá
de sus innumerables viajes a La Rioja, y es muy rica, nutritiva y ese olor. Hay que gustito pa mis orejas. ¿No
os parece agradable? Preguntaba. Respondían: sí, ahora que lo dices,
desagradable no viene siendo. Por favor, disculpar la música pero es que estos
cantantes modernos chillan demasiado, y no tengo cintas de tangos ni siquiera
de boleros, con lo que me gusta Moncho, por favor. Las fieras se amansaban y
como sus hijas subían a ver qué pasaba no le daban más importancia. La importancia
de llamarse Ernesto, decía a mis amigos. Pero, si tú te llamas Tiraboleiro.
Bueno, es un decir, tampoco va a ser todo literal, ¿no?. Pero, cuando llegaba
él todo se convertía en algarabía . Él era El Chindolo. El tío con la barriga
más grande que he visto en mi vida. Chindolo miraba para abajo y todavía se
veía. Debajo de aquél Everest emergía un tremendo efecto voltaico que quién
escribe hubiera matado por tener algo así. Aunque fuera un tercio. ¡Qué tío!
Cuando llamaba al internado, haciéndose pasar por el tío Juan, yo decía: Voy. Y
lo dejaba todo. Se lo presenté a todos los amigos, conocidos y fiestas de
guardar. Jamás defraudaba. Un día los de alrededor decidieron comprobar su
acreditada fama, para mí, ya probada en combate ajeno. Fueron a cierto sitio y
allí la encontraron. Estaba desdentada, no se había depilado en los últimos cuarenta
años, tenía un buen bandullo y le pegaba a la garnacha con frenesí. Bingo.
Carnes para el sibarita Chindolo. Cuando acabo el proceso de selección me la
presentaron y la puse en antecedentes. Verás, él llega a las cinco, tú a las
cinco y diez. Dices que vienes a hacer limpieza y cuando se te acerque una
barriga no va a ser eso lo primero que notes. ¿Vale? Pues que te paguen estos
que tienen ganas de experimentar con gaseosa.
Todo cronometrado. Apareció Chindolo, luego ella. Chindolo
izó el periscopio, y echó una visual. Le dijo algo al oído mientras restregaba
el catalejo, la barriga todavía quedaba en el más allá. Fueron a una alcoba y
allí se estuvieron contando sus vidas desde el momento que vinieron al mundo. A
las cuatro horas la mujer salió desesperada, descangallada y fané. Se acercó a nosotros agotada. Le pregunté.
¿Qué? No aguanto más, ese hombre no es
humano. Es, es…Es Chindolo, amor.
Habíamos cruzado apuestas mientras le dábamos al caldo de borrajas.
El más osado jugó al seis. Dime, ¿cuántos,
bonita, guapetona, hermosa mía? Conté diez, diez. Después se agarró al somier.
Puse la mano y dije a los compis: apoquinando. Y eso que hoy, ya os dije que
tenía mala cara, que andaba cansado, pero… ¿diez? Debe de tener un mal día. La
dama de las camelias se marchó. De repente salió él, el gran Chindolo, se plantificó
delante de nosotros y espetó, en nuestro idioma costa, da morte:
Oiches, Tiraboleiro. A esta casa faltalle decorasión, elojo
como é que non tes un ábaco na
habitasión.
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