No son pocas las personas
que en su fuero interno esconden un deseo
e Hipólito García no era una excepción. Porque Hipólito, a quién todo el
mundo, y durante toda su vida había llamado Hipo, tenía un capricho que había
permanecido largo tiempo aparcado en el fondo de su memoria.
Po esa razón un buen día se
dirigió a un establecimiento muy alabado por su higiene, y renombrado por la
calidad artística de sus trabajos, y se puso en manos del afamado maestro
tatuador de origen chino Cho Cho Lin.
Lo había pensado bien, y al
fin se había decidido. Algo original, hermoso, pequeño pero visible para
adornar la parte izquierda de su cuello.
Una frase de tres palabras en ideogramas chinos.
La frase elegida fue: “te
quiero mamá”. Homenaje póstumo a su adorada madre.
Cho Cho Lin hizo un trabajo
magnífico tal y como tenía por costumbre. Una hora después Hipo ya estaba en la
calle enseñando tatuaje.
Se sentía bien. Se miraba al
espejo continuamente. Se deleitaba mirándolo y era muy feliz.
Desde que Cho Cho Lin había escrito 我的屁股 en su
cuelo la vida le sonreía. Todo le salía a pedir de boca.
Por eso no le extrañó que los
capitostes de su empresa le convocaran a consultas, y
que le ofrecieran un destino dorado: China.
Era el destino dorado para
todos los ejecutivos de la empresa. Sueldo duplicado, alta calidad de vida,
gastos pagos, golf y todo tipo de extras más.
Hipo, que era un hombre
decidido y soltero, no se lo pensó dos veces. Aceptó.
Aún no habían pasado ni
quince días, y ya estaba instalado en la capital de la China en un hermoso apartamento con
vistas al rascacielos de enfrente. Cortesía de la Compañía.
Sólo había una cosa que no
entendía. Desde el mismo instante en que había bajado por la escalerilla del
avión empezó a notar las miradas de la gente. Miraban para su cuello y sonreían
sin disimulo. Las chinitas lo hacían tapándose la boca con la mano y echando
gorgojos de risa, y algunos hombres le mostraban la lengua y la deslizaban por
los labios.
Harto e intrigado con la cuestión
se dirigió resuelto a su jefe, uno de Mondoñedo, patria de Cunqueiro, quién al
igual que él tampoco tenía ni repajolera idea de chino, pero que dominaba a la
perfección el dialecto de la “retranca”, y le preguntó abiertamente: ¿oye, qué
pasa con los chinos que me sacan la lengua a todas horas?
El de Mondoñedo lo miró de arriba abajo, y le
contestó: ¿es que no ves la tele? Están echando a todas horas el anuncio de
Martini, y los chinos son como los monitos de repetición. Ahora copian, ahora
imitan. No le des más vueltas, cosas de chinorris o efectos secundarios del
chop suey, vete a saber.
Por unos días Hipo aparcó el
malestar y creyó a pies juntillas la explicación que le había dado su señorito,
pero como el fenómeno continuaba, incluso después de terminada la dichosa
campaña publicitaria, dedujo que algo más ocurría que a él se le escapaba.
Se plantó ante su
secretaria, una hermosa políglota taiwanesa, y le preguntó: por favor, Glo Tsu,
dime ¿por qué los chinos me sacan la lengua?
Glo Tsu sonrió y le
contestó: es por su tatuaje en el cuello.
Bien bonito que es, contestó Hipo, dice “mamá
te quiero”
La secretaria se echó a reír
y le dijo: “disculpe, señol Hipo, pelo el tattoo no decil eso”
¡Cómo! ¿ y qué decil
entonces? Perdón decir.
Me da velgüenza decil.
Dímelo, please.
Decil polque usted quelel.
Dice: “dame pol culo”.
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