EL PERISCOPIO.

Estaba haciendo estiramientos de holgazanería cuando recordé aquella historia. Todo vino a cuento después de escuchar a un prestigioso nutricionista recomendar que si quieres llevar una vida sana debes de comer al menos cinco veces al día, y hacer tres siestas. Nada, pues con denuedo. Por mí que no quede.
La cosa podría dar aún más de si. Recientes investigaciones realizadas en la Universidad de Harward afirman que: si no haces la cama, si duermes desnudo y bebes vino tinto, que equivale a una hora de gimnasio, no sólo tendrás una vida sana, y un cuerpo diez, sino que además estarás a un paso de encontrar la felicidad. De acuerdo. All right, ¿y si la ingesta es de cerveza equivale a una maratón? Pregunto.
¿Y acaso eso no es lo que buscamos todos? La FELICIDAD. Así, con mayúsculas.
Eso es lo que le pasó a Fermín el Delincuente. Buscaba una cosa y se distrajo haciendo otra. Sucedió hace años, pero me acabo de acordar hoy. Siento la tardanza, cosas de la desmemoria.
Fermín el Delincuente era el mejor amigo de Martín el Chino. Otro de la misma vaina. Los dos estudiaban, es un decir, en el mismo sitio. Compartían el mismo pupitre, se bañaban juntos en verano y salían a pescar truchas con frecuencia. No diré más: eran amigos.
Por supuesto, yo era amigo de los dos, y aunque rara vez salíamos juntos, si que hacíamos una cosa que nos gustaba mucho a los tres. Y no, no me refiero a eso. Jugábamos al fútbol, y cazábamos ranas en los estanques. Lo del fútbol se nos daba francamente bien. Tanto que incluso Fermín el Delincuente llegó a probar con el Real Madrid. Ya sabéis, ése equipillo. Lástima, para él, que todavía no lo presidiera el ínclito mangante Florentino. Lo habría fichado, porque aparte de sus dotes naturales para el regate, Fermín el Delincuente también era muy de ir al peluquero Agustín. Y eso en el Madrí es un mérito de cojones. Pero esa es otra historia. Podría ser el cuento del peluquero Agustín, y no es el momento ni la ocasión de hablar de Agustín, y menos todavía de contar lo que realmente sucedía en su peluquería. Olvidémoslo pues.
Una tarde, Fermín el Delincuente, acudió a casa de Martín el Chino. No era ninguna novedad, iba casi todas las tardes. Tenían que hacer un trabajo juntos para la clase de Trabajos Manuales, lo que ahora viene siendo Pretecnología. Fermín estaba enfrascado en sus cosas y a cargo del trabajo quedó Martín. Se cansó pronto, y de repente se le ocurrió: Oye, Fermín, ¿por qué no haces tú el trabajo? No sé, estoy algo cansado. Creo que estoy teniendo un ataque de conjuntivitis o algo así. ¿Lo haces tú solo? Vale, ¿y qué me das? No sé, ¿qué te doy? Quieres… ¿mi tira chinas? No. Mi espada de romano. No. ¿El balón de yes que le robé a Arturo? Tampoco. Pues… no sé… ¿qué quieres entonces? Fermín el Delincuente tenía la respuesta preparada. Quiero… y le dijo al oído lo que quería.
Hecho, choca esas cinco. Una vez realizado el trato Fermín se puso manos a la obra y culminó el trabajo: un periscopio.  
¡Cojonudo! Exclamó Martín contemplando tal maravilla, y además funciona. Ahora me toca a mí cumplir mi palabra. ¡Vamos a probarlo!
Subieron una planta, esperaron el momento oportuno, y cuando todo estaba listo, y los hados eran propicios sucedió el descubrimiento que cambió la vida de Fermín el Delincuente.

El periscopio se izó hasta el ventanal que comunicaba con el retrete donde estaba la hermana de Martín desnuda pintándose las uñas. ¡Qué maravilla, qué tetazas tiene tú hermana, macho! Enhorabuena, Martín. Felicítala de mis partes, por favor. 

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