EN LAS HOCES DEL DURATON.


Una vez me llevaron, en compañía de otros ochenta más, a las Hoces del Duratón. Piraguas, kayak y remos. Después de una cuesta salvaje llegamos a la orilla del tío. Bajé, cierto es, ayudando a portar una piragua. ¡Lo que pesan! Dos asientos. Me subí en uno de buen rollo, y entre lo que pesaba quién escribe y el tonel del acompañante el agua llegaba al ras. ¡Me quedo! Peligroso, inapropiado y seguro que agujetas posteriores. Paso. No estoy preparado, hoy sólo desayuné chorizo, queso, huevos, salchichas y tocino, regado de cerveza y vino. Un especial colesterol, vamos,  al menos eso dijo el dueño de la venta de Pedraza donde paramos a almorzar toda la tropa. Mi jefe se enfurruñó con mi decisión. Bueno, es una opción. Ya se te pasará, majete.  Me quedé allí en la orilla con otros dos esquiroles de última hora, y una acoplada. En cuanto se hubieron largado anuncié al mundo un eminente baño. Le dije a esquirola: O miras para otro lado o te pones las gafas. Uy, contestó zalamera. Me despojé del traje de parra y me zambullí en aquellas aguas negras. Después me hice el muerto media hora, y clavé la siesta del obispo. Cuando desperté legañoso vi lo que había que ver en aquel sitio. El agua me había acunado y alejado unos trescientos metros de la orilla. El periscopio andaba cuarto menguante. Cuando… ¿estoy soñando? No, no soñaba. A unos treinta metros, por encima de mí corpiño flotante, asomados a un farallón, estaba una familia de buitres ojo avizor. Me miraban fijamente, como si tuvieran complejo de búhos. Nos observamos. Calculé las posibilidades que tenía en caso de ataque súbito. De repente me relajé. Había hecho memoria. Los buitres no atacan si no estás muerto. Me pellizqué para comprobar que no me había pasado lo peor, y me puse a nadar cara a la orilla. Si queréis mierda ahí tenéis el objetivo, chillé mientras nadaba. Cuando llegué los tres esquiroles varados andaban dándole al mus. La esquirola, miss León, se había puesto las gafas. ¿Dónde andabas? Preguntaron el señor Cádiz y mr. Sevilla. Flotando, haciendo un obispo y observando a los buitres. Me puse el pantalón y en la subida rompí una alpargata. Imaginaos la salvajada de fuerza que hay que hacer. Pleno sol. Noventa grados a la sombra. Las pobres zapatillas terminaron sus días en una papelera. Ora pro nobis. No bien hubimos llegado a la cima cuando me di cuenta: mis mónicas, ¿dónde están mis mónicas? Los gayumbos se habían quedado con el bañador allá abajo. Que baje Rita la Cantadora. Por si acaso tanteé a la de León, por si era de natural voluntariosa, y se negó en redondo. ¿Cómo vas a encontrar novio así? Pregunté curioso y solícito. ¿A ver cómo explico esto en casa? Nos fuimos de burundi, y vimos más y más buitres. Estábamos rodeados. Uno que pasaba por allí, el conductor contratado, llevaba unos prismáticos. Nos los pasó. Las vistas eran espectaculares. ¿Unas rubitas? Hombre, no sé, contestó dudoso. ¿Dónde nos llevan a comer los cuerpos represivos? Pregunté. Cerca a un sitio de cordero. Bien. Hacemos una cosita, chavalín (modo ejecutivo), tú nos acercas, nos depositas, regresas que ya sabes el camino, y nosotros vamos explorando el terreno. Nos llevó.
Entré en una venta descalzo, de bermudas, con una camiseta roja. A las dos horas apareció el pelotón. Derrengados, llenos de agujetas. No habían visto ni un solo buitre. Consolaros, nosotros estamos en tete de la course. Os llevamos cinco rubitas de ventaja. Mi jefe que estaba odiador, para variar, dijo a los presentes: Cuanto más viejo más pellejo. Era muy de indirectas. Me di la vuelta, le enseñé el reverso de mi adorada camiseta. Se podía leer: Un buen suicidio es irrepetible. En un tris estuve de añadir ¿lo pillas? El suelo estaba muy fresquito, y la comida FANTÁSTICA, casi se me caen las lágrimas y todo. Qué día más emocionante. ¡Yupi!


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