Fue el único que salió, los demás quedaron dentro. Caían chuzos de punta. Se alzó sobre sí mismo y miró mi paraguas con envidia. Meó a discreción vigilándome, y después su hocico emitió una mueca de satisfacción. No era el primero, pero era el último que lo había ido a ver. Cuando marché de allí pareció medir el ritmo de mis pasos. Sabía que volvería. Seguro.
En el coche no se comportó
como un caballero. Volvió a mear. Sin disimulo, sin recato alguno. Orinó viendo
como por la ventanilla corrían los árboles. Y volvió a mirarnos, desafiante.
Qué diferencia. Su predecesora, la finada y glotona Janis, puesta en el mismo
trance retuvo su vejiga tres días.
Sin embargo él, no.
Barajamos nombres e hicimos listas. Cuando llegamos a casa aún no se había
inclinado el fiel de la balanza. División de opiniones. Pitos unos, palmas
otras. Él a lo suyo. Husmeó, olisqueó y marco el nuevo territorio con precisión
de topógrafo. De repente me enfadé, ¡a ver qué va a ser esto!, chasqué un
periódico contra la pared con violencia, me volvió a mirar de nuevo indiferente
hasta que se dio media vuelta y se echó en el que hasta entonces había sido mi
sillón Así, con un par. Sin pedir permiso.
Cuando salimos a la
calle, de paseo, se confirmaron los peores augurios.
Además de guapo, era
chulo y sobrado al máximo. Y de las tres cosas era consciente el muy cabrón.
Prometo que sí. Miraba para las hembras con el aire altivo que tienen los
forasteros al mirar, y a los machos perdonándoles la vida. Perritos de ciudad a
mí y a tales horas, parecía que decía.
Aquel día hizo todo lo
que se le pudo pasar por el magín:
Fornicó con una hembra
que desprendía efluvios pese a su recentísima castración, se midió con pit bull
siendo como es el peso lástima y pesado el otro, y corrió y corrió y corrió.
Tanto lo hizo que al regresar a la que sería su nueva casa fue directo para el
sillón sin cenar siquiera.
Estaba agotado.
Antes de cerrar los
ojos nos miró, parecía que rezaba cuatro esquinitas tiene mi sillón, después se
arremolinó y emitiendo un sonoro bostezo, se durmió.
Afortunadamente después
cambió, se socializó y aprendió a tolerar la tontería que tenemos los humanos.
Podría ser una ciudad
marroquí y, no lo es; podría ser una torre vigía por su nombre, pero tampoco. Es
mi perro, mi amigo y se llama Nador.
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