La dama de oro.


Imaginémonos una historia tal que así:
Una familia bien establecida y culta que, de repente y porque sí, es desposeída de su casa, ultrajada y vilipendiada hasta el paroxismo; los más jóvenes, afortunados ellos, consiguen huir jugándose la vida y corriendo todo tipo de aventuras; los demás, los viejos y enfermos son enviados a algún sitio ignoto y nunca más vuelve a saberse nada de ellos.
Setenta años después, una mujer, única superviviente de tanta desgracia, pone una querella contra el país del que tuvo que huir, Austria. Quiere recuperar sus bienes incautados y ahora expuestos en el museo más afamado del país. Varios cuadros, entre ellos uno y principal, pintado por Gustav Klimt, el retrato de su querida tía Dora. Retrato de Adele Bloch-Bauer I, también conocido como La dama dorada (o de oro). Se entabla un pleito y el Estado exhibicionista hace lo posible e imposible para retener dicho cuadro. Se le tilda de icono nacional. La dama de oro, arguyen, es para Austria lo que La Gioconda para Francia. La mujer pierde en primera instancia la demanda. Utilizando un resquicio legal (su abogado) plantea de nuevo querella, ahora en el país que la acogió, EE.UU. Gana en el Supremo pero, como tal sentencia no es vinculante para el país que expone los cuadros, otra vez, de motu proprio, y para solventar la cuestión, se somete a un arbitrio. Se desplaza al país del que huyó hace 80 años, con el que lleva diez pleiteando y… Es entonces cuando se escucha, a alguien que defiende al Estado usurpador, decir en pantalla:
La cuestión es muy complicada de interpretar”.
Y me pregunto yo, ¿complicada? Y os pregunto yo,  ¿os parece complicada la cuestión?
Por desgracia la historia es verídica, y no pasó una vez, pasó millones de veces. Unas veces con cuadros y las más de las veces, sin ellos. Anónimamente.  Pasó, y debería ser memoria viva todo aquello que pasó. Para todos. Pero somos olvidadizos y la repetimos, una y otra vez, cansinos, hasta el empacho, siempre se repite la misma historia.
Por cierto, la película se titula La dama de oro, y he contado casi todo de lo que va menos el final. Lo que no conté, y omití conscientemente, es que esa historia la sufrieron personas a manos de petimetres; quienes, en aras de una raza superior, la aria, cometieron uno de los genocidios más conocidos. Por desgracia ni fue último ni tampoco el más grande.
Y es que, en esta vida, y en este mundo, todavía quedan demasiados nazis.


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