Todas las tardes de
domingo íbamos al cine. Todas menos en las que había fútbol, por supuesto. No
nos llevaba nadie, íbamos solos. A los seis años éramos mayores.
Salíamos de casa,
caminábamos hasta la plaza y allí nos encontrábamos. Si estábamos de suerte veíamos
abordajes, tiroteos o romanos con reloj de pulsera en la muñeca. “Tres dólares
de plomo”. Mítica. Pero, si no lo estábamos, que a veces sucedía, veíamos finales
felices con beso de tornillo. Besos y amor en blanco y negro. ¡Qué pesadez! Claro
que, por aquello de la ley de la compensación, a veces teníamos muchísima
suerte: la puerta lateral quedaba entreabierta y nosotros reptábamos para
colarnos. Nos ahorrábamos la entrada. Más pesetas para galletas en la tienda
de...
A mí, mis hermanas, que
me tenían tan informado como engañado, me habían dicho que en las películas de
amor a los besantes les ponían un cristal entre ellos. Como os podéis imaginar
trasladé con urgencia la información a mis amigos. División de opiniones. De la
credulidad a la risa todo fue reacción.
Aquella fue una de mis
primeras lecciones de vida. Depende. Sí, no. Después vendría el tal vez el,
quizá e incluso el a veces. O sea y traducido, depende. Siempre depende.
Pero, metafísica de
baratillo aparte, cuando en la sala se apagaban las luces siempre sucedían
cosas. Comíamos pipas, mascábamos chicles y tirábamos alguna cosa abajo al
tiempo que alguien gritaba “cuidado con el leproso”. En alguna ocasión incluso
intentamos fumar. Pero como fumar era motivo de expulsión, aparecía como por
arte de magia el propietario del local y echaba al primero que pillaba. A la calle con cajas destempladas. Y lo peor
no era eso ni quedarte sin ver la película, lo peor era que te pasabas la semana
rezando para que no se lo dijera a tus padres.
Después, al salir, nos
enzarzábamos entre nosotros. Teníamos que demostrar que habíamos aprendido la
lección vista. Nos apaleábamos, nos zancadilleábamos y siempre nos empujábamos.
Sólo había un límite: la sangre. Si alguien sangraba, parábamos. Incluso, para
esos casos, teníamos plan b e incluso c.
El b era ir al casino y
hacernos con un poco de hielo. El c, sólo usado en casos extremos, consistía en
llevar al herido al médico. Ración de puntos, y como decían en las tómbolas: Con diez puntos, bacinilla de color.
Nunca escuché a nadie
quejarse de nada. Chivarse no era una opción. Llorar estaba mal visto. Si
inopinadamente sufrías algún incidente apechugabas. Eso o la deshonra de ser
mal mirado. Eso o la desdicha de no ser tenido en cuenta.
Y sí, éramos brutos,
mucho, pero lo pasábamos bien y éramos felices sin saberlo. Además entre
nosotros éramos solidarios y nos ayudábamos a salir de los malos trances,
porque si estando en plaza ajena los chavales del lugar te hacían una
encerrona, corrían ríos de juramentos y reunido el alto mando se decidía la
estrategia: contraataque.
Las peleas eran épicas,
pero siempre, jugando en casa o jugando fuera, se respetaba la regla de oro: al
que sangra se le ayuda.
Lo habíamos aprendido
en el cine.
No hay comentarios:
Publicar un comentario