Son varias y diversas las
contaminaciones que sufrimos los humanos que vivimos hoy en día. Todas son
causadas por nosotros mismos. Por nuestro afán depredador, por nuestra ansia de
ir más allá, y por nuestro empecinamiento en creer que así, de esa manera, nuestra
calidad de vida aumenta. Y es al contrario, nuestra forma de vida no solamente
está amenazada sino que nuestro pretendido sueño de tener más y más calidad se da
de bruces con la vida.
Por un lado está la
contaminación atmosférica, la destrucción de ecosistemas gracias a la
utilización indebida de calor, sonido, luz o radioactividad; de otro están la
degradación del agua, el uso indebido del sonido, y la sobreexposición de luz
que sufrimos.
Pero, hay otra contaminación
más evidente, obvia y cercana que sufrimos a diario y sobre la que nadie, al
parecer, parece reflexionar y ni siquiera tomarse en serio, y proceder a su
regulación. Hablo de la contaminación de letreros, señales, avisos digitales
por las carreteras, y del exceso de cartelería en general.
Desde un bar a una tahona,
de un tanatorio a una agencia de seguros, pasando por las señales de carretera
todo es sobreabundancia y sobrante información de lo evidente.
Si circulas por cualquier
carretera lo sabrás. Carretera del Estado, carretera de la Diputación,
carretera de… así una y otra vez. Señales y más señales. Sobreabundancia de
distracción. Lectura farragosa. Advertencias sin fin. Si tira una colilla por
la ventanilla será multado, si excedes la velocidad indicada lo mismo, no use
el móvil mientras conduce. Lo obvio repetido hasta la saciedad porque en este
país se considera que la educación empieza por el castigo y no por la mismísima
educación.
Si vas por algunas calles
céntricas, comerciales y populosas, el disparate alcanza cotas estratosféricas.
Se amontonan los letreros, no hay uniformidad. Vale todo, se consiente todo. El
tamaño importa, y el que lo tenga más grande está convencido de que venderá
más.
Hay pueblos y ciudades
enteras entregadas al despropósito. Podría poner innumerables ejemplos.
Ciudades como Santillana del Mar, preciosa en si misma, puede servir de ejemplo
y manual de la ordinariez. Sitios como Santiago de Compostela parecen lugares
entregados al cartel. Algunas viven entregadas al neón, y otras aspiran a
conseguir semejante estatus que se supone de bonanza.
Todas, las unas y las otras,
las otras y las unas, pretenden ser un enorme escaparate, y ofrecer a los
turistas, la industria nacional por excelencia, información de lo que pueden
encontrar en cada sitio, en cada lugar.
Lo hacen por nuestro bien. No
vaya a ser que nos confundamos y entremos en un bar a tomar unos tornillos.
Cosa esta que… podría suceder. Porque a algunos, a muchos, parece que les
flojea la tornillería en general y las arandelas en particular.
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