Ya tengo contado alguna vez
que cuando era jovenzuelo en mi pueblo casi todos íbamos del mismo palo. De izquierdas,
ateos, fieles nostálgicos de la república y culés desde la cuna. Contra Franco
los goles sabían mejor. Pero como en todos los sitios, allí también había
disidentes. Pero todos, los unos y los otros, coincidíamos en algo: carecíamos
de sentido común (de aquella los pueblos no tenían ni piscina municipal, como
para tener una fábrica de sentido y además común).
Todos los disidentes tenían
un mismo denominador que los hacía muy útiles: Eran sarasas. Los estrictos del
leguaje decían maricón, y, creerme, jamás nadie empleaba tal palabra con
acritud o desprecio. Se decía, y ahí terminaba el cuento. La pandilla la
integraban unos cuantos chicos, chicas no había, que enseguida se hicieron muy
populares entre nosotros.
Un buen día recién bajado
del autobús que hasta allí me había llevado topé con Evaristo. Evaristo iba
para fenómeno pero después decidió hacer un amago a su destino, y se convirtió
en el hombre para todo del pueblo. Era un experto en cubicar pinares, capador
de cerdos aficionado, taxidermista de palomas, redactor de necrológicas,
escritor de cartas, poeta sensible y lector incansable de Proust. Todo al tiempo.
Y también tenía Evaristo la afición de hablar de los demás. Si era mal, miel
sobre hojuelas (qué empachoso).
Aquella mañana cuando me
vio, se acercó y me espetó a bocajarro:
-
¿Sabes lo de tú amigo Punkarra?
-
No, no sé.
-
Pues Punkarra anda ahora con “los suaves”.
-
Joder, ¿los de Orense?
-
Que no, coño, que no. Con los otros.
-
¿Cuáles otros?
-
Coño, quiénes van a ser. Con la pandilla esa
a la que llamáis los “cambia compresas”.
Efectivamente, para no herir
susceptibilidades ni darle de coces al diccionario habíamos decidido utilizar
esa expresión entre nosotros. Además, los “cambia compresas” enseguida
demostraron su tremenda utilidad como ya he escrito. Por ejemplo, si tenías
novia, rollito o amante o lo que fuera, y ella se empeñaba en pasear un poco
por ahí, y tú estabas ocupado o jugaba el Barça o eran las fiestas de
Camariñas, siempre podías recurrir a ellos. Solicitabas vez, exponías tú caso y
la cosa quedaba resuelta. Asunto solucionado. Los “cambia compresas” te la
paseaban, la invitaban a merendar y la tenían distraída hasta tú vuelta.
Lo confieso: me impacto un
poco la noticia, y aunque no le di ninguna credibilidad porque conozco a Punk,
sé como es y estoy perfectamente informado de que los renuncios sólo los hace
cuando juega al tute, decidí cerciorarme y salir de dudas.
Me dirigí a su casa. Su
madre me dijo que mi amigo estaba durmiendo la siesta.
-
Pero… si es la una de la tarde.
-
Ay, filliño… La siesta del obispo a veces se
alarga. Ya le dije hace un rato Punkarrita levántate para comer que no te va a
quedar tiempo de dormir la siesta.
Al cabo de un rato bajó. Se
le veía que venía muy exigido cuando le dije:
-
¿Vamos fuera?
-
Pues vamos yendo.
-
Oiste, Punk, que me acaba de decir el
Evaristo que ahora estás con los “cambia compresas”. ¿Es verdad?
-
Joder, si. Es lo mejor que hice en toda mi
vida.
-
¿Y eso?
-
¡Ay, qué carallo! Estaba hasta el mismísimo
tarantantán de no comerme una rosca. Y sin embargo ahora, ya vés… follo casi
todos los días. Nos llaman, nos empaquetan a las chorvas, se van de fiesta, y
zás… ¡otro conejo al morral! Prácticamente sin salir de casa. Todo son
ventajas. La última fue la novia del Evaristo, se fue a capar unos cerdos,
empecé a hablar con su ja de gónadas y le picó la curiosidad… bueno, y como una
cosa siempre lleva a otra, ahí también tuve que aplicarle ungüento. Todo sea
por Evaristo, coño. ¡Lo que yo tengo que sacrificarme!
-
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