HISTORIA DE UNA GALLARDA.

La prueba de que no soy un racista de mierda está en mi infancia. En el sitio donde empecé a estudiar acudían niños de otros pueblos. Jamás los miramos mal. Qué culpa tenían ellos si sus  padres habían tenido la ocurrencia de vivir en otro sitio. Les hacíamos alguna faenilla, eso sí. Más que nada para integrarlos. Al fin y al cabo ser foráneo tampoco te da derecho a llegar y decir aquí estoy yo. Un poquito de calma, por favor. No todo va a ser llegar y besar el santo. Es verdad, éramos un poco brutos. Nos peleábamos entre nosotros, y en ocasiones organizábamos guerras a pedradas. Nada del otro mundo. En cuanto le abríamos la cabeza a alguien se acababa el juego. E incluso si el herido era de fuera lo llevábamos al médico a que le hiciera un remiendo, después lo acompañábamos gentilmente a su casa. Allí le explicábamos a su padre lo  buen chico que era su hijo. Lo elevábamos a la categoría de amigo para dejarlo quedar bien, y añadíamos como quien no quiere la cosa  que también era un poco tontaina, pero buen rapaz, eh…  sólo que había tenido la ocurrencia de ponerse, justo en el medio, (aspaviento gestual con énfasis) del trayecto de una piedra. Nada más. Normalmente los padres encima le arreaban un bofetón al susodicho, algunos se entusiasmaban más y le daban una catea. En vivo y en directo. Y nosotros allí mirando  la escena con una sonrisa cínica de oreja a oreja. Eso es: ¡Bondad! Hay gente que actúa sin pensar, al menos eso era lo que concluíamos. Después nos íbamos para casa, al menos esa era nuestra intención. Enseguida nos asaltaba la tentación En las inmediaciones había un colegio de monjas e íbamos allí a una última ronda de fechorías.

En una ocasión, un amigo, qué gran futbolista, qué gran boxeador, y este humilde servidor, escalamos el canalón de un desagüe. Nuestro objetivo era ver nuestras primeras tetas en carne monjil. ¡Guau, cuánta motivación! La hora era la justa. Por las inmediaciones no se adivinaba a nadie. Subí primero, y el otro debajo olisqueándome el culo. Cuando alcancé el objetivo la monja no estaba. Menudo chasco. La luz estaba encendida, pero allí no había nadie. ¿Qué? ¿Qué ves? Está buenísima, se está quitando el corsé, contesté. ¿De qué color? Carne. Cruzado mágico. Las tiene muy grandes, E-N-O-R-M-E-S. Mi amigo, el sabueso culero, revolvió en su petrina, en la bragueta por si no entienden el gallego, y allí mismo se convirtió en Orlando el Furioso. ¡Dale, Manuela! El canalón empezó a doblarse peligrosamente. Tres metros no es mucha altura, pero Orlando seguía entregado al frenesí. Cedió, nos caímos. Un servidor cayó mal, y Orlando también en el suelo seguía furioso, a lo suyo. Un mes estuve sin poder decirle a nadie que me dolía la espalda horrorosamente.  Orlando tan campante. Ni siquiera preguntó. ¿Oye, te has hecho daño? Lo disculpé. Alguna cosas son muy distraídas. 

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